14.11.11

Sufit en blog Diarionovela

Hace años, cuando mi cuerpo brincaba con tus inmejorables notas en el piano, sentía felicidad, entre mi nostalgia y mi tristeza de saberte lejos aún estando cerca.

Ahora que te has ido, no queda felicidad, ni nostalgia, ni tu presencia corpórea. Solo me queda un inmenso futuro, tan inmenso que resulta aterrador para una sola persona. Negro, no como la maldad, o el infortunio, sino como el espacio sin cuerpos celestes.

Me enteré que tienes una buena vida, una con todas las putas que el universo pueda otorgar comprimidas en una sola persona a la que crees amar, y que no dudo, en verdad la quieras. No dudo que sean felices, con sus altas y bajas, gustos y disgustos, ni dudo que el sexo sea el mayor placer que pueda unir a dos entidades monogámicas que tanto se aprecian; ni dudo que una puta es tan solo la palabra despectiva para lo incomprensible, y mucho menos aún, he de dudar que el amor no es sino una abstracción de lo inalcanzable vertido como sentimientos.

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Tenía el pasaporte lleno de sellos. Al fin, como lo había anhelado años atrás. Aún así sentía el vacío eterno de no haber llegado a ninguna parte. Los esfuerzos que parecían nunca ser remunerados antes de la primera partida le habían provocado innumerables frustraciones, que realmente no eran más que apariencias defectuosas, envolturas de durmientes indispensables para construir su camino. Tantos kilómetros hacía de ese entonces, suficientes para haberse creado un horizonte lejano de cielo azul intenso, un horizonte que solo se podía vislumbrar mirando hacia atrás.

El hotel ya no era más un lugar de paso que marcaba los sueños de las próximas aventuras, donde se abrazaban viviendo en constelaciones inmensas tras el cálido goce de la humedad. Las experiencias se habían vuelto un accesorio de la supervivencia.

Algún bicho alado se golpea contra los límites de una bolsa, provocando el único ruido a lo que parece centenares de silencio, de olvido, de ingravidez cerebral y errores corregidos por la disolución del pensamiento.

Pudo haberse marchado a encontrar la soledad afuera, en vez de quedarse en la habitación pagada con el billete de la despedida, entre hojas dispersas en la cama arrancadas de libros de poesía, de las que podría generarse un incendio y obtener un final perfecto si todavía quedaran sentimientos.

Todo finalizó con una tranquilidad fatídica, no fue el cansancio entre sí, ni el exceso de noches brillantes de estrellas, tampoco fueron los kilómetros sobre el mismo carril o los problemas por la constante falta de equipaje, tan solo era la infalible y metódica fecha del término de las cosas.

Mañana se acaba el mundo, mientras tanto, podrá probar mil modos de experimentar el tiempo, porque hoy apenas ha amanecido.


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Como si la nostalgia se posara en cada superficie tocada por el sol.


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Desarmada de imágenes, toma las palabras. Las palabras, las palabras...

Ayudan o no ayudan, gustan o no gustan.

Hacer, siempre estar haciendo.


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A Bardemu le gustan las cosas muertas. Le tranquilizan, le hacen sentir una felicidad tenue, volátil, suave, silenciosa, tan apacible que es difícil darse cuenta que se trata de felicidad.

Hoy en la mañana, Bardemu tocó con la yema del dedo índice el cabello de una mujer muerta. Una mujer rubia, seguramente bonita, seguramente con sueños, seguramente triste. No tuvo forma de hacerse a la idea, pues sólo se encontraba su cabello, y nada más. Lo único que tuvo de información es que su cuerpo nunca fue reclamado.

Bardemu tocó su lindo cabello rubio, y no sintió nada.... hasta horas después, que encontró el encanto, de lo único, de lo privado, de poderse identificar con alguien con quien seguramente en vida le hubiese parecido ajena, pero que en muerte comparten algo tan grande, que es la muerte misma. De distinta manera, pero muerte a fin de cuentas.