12.11.11

Manoly Fernández Santamaría


Estalla la tormenta en todo el ámbito que dominan mis ojos
y revientan las nubes esparciendo su vientre liberado
por la piel de la tierra y la piel de mi piel resquebrajada.
Las gotas metálicas empapan mis cabellos y el trueno retumba
en mi interior, como si todo mi interior se abriera.
Tiendo mis manos, alzo todo el rostro
hacia la más agresiva nube, la más negra,
y todo un río de enhebrados cristales apedrea
sobre mis poros abiertos y la tierra que ocupo.

A la humedad acudo para florecer,
para crecerme de hierba como el prado,
como la piedra de musgo, de liquen como el roble.

Busco la vida del agua como el pez, como la tierra.

Pero el asfalto que piso no es tierra y no florece
sino es flores de sangre, corolas nausabundas,
pobladas de gusanos vomitados por dioses amarillos.

Pero la piel que visto es hierro impermeable
que al contacto del agua más se oxida.
No me sirve la lluvia, soy del yunque y del trueno.
Me entregaré a la fragua. Me fraguaré en un ancla.
Así, probablemente, en el fondo del mar me broten caracolas
sobre los miembros sembrados en un surco de algas.