26.12.11

Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo/Roger Caillois

 


Otro ejemplo sorprendente del paso de una diversión solitaria a un placer de competencia e incluso de espectáculo es el balero. El de los esquimales representa de manera muy esquemática un animal: un oso o un pez. Está horadado con múltiples perforaciones. El jugador debe ensartarlas todas en un orden determinado, con el estilete en toda la mano. Luego, vuelve a empezar la serie con el estilete sostenido en el índice cerrado; después con el estilete saliendo del pliegue del codo, luego sujeto entre los dientes, mientras el cuerpo del instrumento describe figuras cada vez más complicadas. Cada jugada fallida obliga al jugador torpe a pasar el artefacto a un rival. Éste emprende la misma progresión, trata de compensar su retraso o de tomar ventaja. Al tiempo que lanza y atrapa el balero, el jugador mima una aventura o analiza una acción. Cuenta un viaje, alguna cacería o un combate, enumera las diferentes fases del destazado de la presa, operación que es monopolio de las mujeres. A cada nuevo hoyo, anuncia triunfante:

            Ella toma su cuchillo
            Corta la foca
            Le quita la piel
            Saca los intestinos     
            Abre el pecho
            Saca las entrañas
            Saca las costillas
            Saca la columna vertebral
            Quita la pelvis
            Quita los miembros posteriores
            Quita la cabeza
            Quita la grasa
            Dobla la piel en dos
            La empapa en la orina
            La pone a secar al sol
            …

En ocasiones, el jugador la emprende con rival y en la imaginación emprende la tarea de cortarlo en pedazos:

            Te asesto un golpe
            Te mato
            Te corto ola cabeza
            Te corto un brazo
            Y luego el otro
            Te corto una pierna
            Luego otra
            Los pedazos a los perros
            Los perros comen…

Y no sólo los perros, sino también los zorros, los cuervos, los cangrejos y todo lo que se le ocurre. Antes de volver a la lucha, el otro previamente tendrá que reconstruir su cuerpo en el orden inverso. Esa persecución ideal va subrayada por los clamores de los asistentes, que siguen con pasión los episodios del duelo.

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La máscara es un objeto sagrado, difundido universalmente y cuyo paso al estado de juguete tal vez señale una mutación capital en la historia de la civilización. Pero hay otros casos bien comprobados de este tipo de desplazamiento. La cucaña se vincula a los mitos de la conquista del cielo y el futbol a la disputa del globo solar entre dos fratías antagónicas. Algunos juegos de cuerdas sirvieron para augurar la preeminencia de las estaciones y de los grupos sociales que les correspondían. Antes de ser un juguete en Europa hacia fines del siglo XVIII, la cometa figuraba en el Extremo Oriente al alma exterior de su propietario que permanecía en la tierra, aunque vinculado mágicamente a la frágil armadura de papel abandonada a los remolinos de las corrientes de aire. En Corea, la cometa hacía función de chivo expiatorio para librar de los males a una
comunidad de pecadores. En China fue utilizada para medir las distancias; a manera de telégrafo rudimentario, para transmitir mensajes simples y, finalmente, para lanzar una cuerda por encima de una corriente de agua y permitir tender así un puente de barcos. En Nueva Guinea, se empleaba para remolcar embarcaciones. La rayuela probablemente representaba el laberinto en que se extraviaba en un principio el iniciado. En el juego de pillapilla, tras la inocencia y la agitación se ha reconocido la temible elección de una víctima propiciatoria: designada por un fallo del destino, antes de serlo por las sílabas sonoras y vacías de la ronda infantil, la víctima podía –o cuando menos eso se supone- deshacerse de su mancha pasándola por contacto a quien alcanzaba corriendo.

En la India védica, el sacrificante se mece en un columpio para ayudar al sol a subir al cielo. Se supone que el trayecto del columpio vincula al cielo y a la tierra. El columpio se asocia comúnmente a las ideas de lluvia, de fecundidad y de renovación de la naturaleza. En primavera se mece solemnemente a Kama y a Krishna. El columpio cósmico lleva consigo al universo en un vaivén eterno en que son arrastrados los seres y los mundos.

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Con la simulación se observa una especie de desdoblamiento de la conciencia del actor entre su propia persona y el papel que representa; en cambio, con el vértigo hay desconcierto y pánico, si no es que eclipse absoluto de la conciencia. Más por el hecho de que, de suyo, el simulacro sea generador de vértigo y el desdoblamiento, fuente de pánico se crea una situación fatal. Fingir que se es otro enajena y transporta. Llevar una máscara embriaga y libera. De suerte que, en ese terreno peligroso donde la percepción se trastorna, la conjunción de la máscara y del trance resulta de lo más temible. Provoca tales accesos, alcanza tales paroxismos que el mundo real resulta aniquilado pasajeramente en la conciencia alucinada del poseído.

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La alianza del simulacro y del vértigo es tan fuerte y tan irremediable que pertenece naturalmente a la esfera de lo sagrado y tal vez constituya uno de los resortes principales de la mezcla de horror y de fascinación que lo determina.

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En la antigüedad, la rayuela era un laberinto en que se empujaba una piedra –es decir, el alma- hacia la salida. Con el cristianismo, el diseño se alarga y se simplifica. Reproduce el plano de una basílica: se trata de hacer llegar el alma, de empujar el guijarro hasta el  Cielo, el Paraíso, la Corona o la Gloria, que coinciden  con el altar mayor al de la iglesia, representado esquemáticamente en el suelo mediante una sucesión de rectángulos. En la India se jugaba al ajedrez con cuatro reyes. El juego pasó al Occidente medieval. Bajo la doble influencia del culto a la Virgen y del amor cortés, uno de los reyes se transformó en reina o en dama, que llegó a ser la pieza más fuerte, mientras que el rey se veía confinado al papel de pieza ideal pero casi pasiva de la partida. Sin embargo, lo importante es que estas vicisitudes no han afectado la continuidad esencial del juego de la rayuela o del juego del ajedrez.

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Para una inteligencia infinita, para el demonio que imaginó Maxwell, el destino de Esparta tal vez era legible en el rigor militar de los juegos de la palestra, el de Atenas en las aporías de los sofistas, la caída de Roma en los combates de los gladiadores y la decadencia de Bizancio en las disputas del hipódromo. Los juegos crean hábitos, provocan reflejos. Hacen esperar cierto tipo de reacciones y por consiguiente invitan a considerar las reacciones opuestas.

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No es indiferente que el deporte anglosajón por excelencia sea el golf; es decir, un juego en que cada cual, en todo momento, tiene tiempo de hacer trampa a placer y como mejor lo entiende, pero en que el juego pierde estrictamente todo interés a partir del momento en que se hace trampa. Luego, en los mismos países, es posible no sorprenderse de una correlación con la conducta del contribuyente respecto al fisco o del ciudadano respecto al Estado.


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Odín, cuyo nombre, para Adán de Bremen, es equivalente de “furor”, por lo esencial de su mitología permanece como un perfecto chamán. Se transforma en toda clase de animales, se transporta al punto a cualquier lugar, es informado por dos cuervos sobrenaturales, Huqui y Munin. Permanece nueve días y nueve noches suspendido de un árbol para obtener de él un lenguaje secreto y apremiante: las runas. Funda la necromancia, interroga a la cabeza momificada de Mimar. Aún más, practica la seidhr, que es sesión chamánica pura, con música alucinante, ropaje ritual (abrigo azul, gorro de cordero negro, pieles de gatos blancos, bastón, cojín de plumas de gallina), viajes al otro mundo, coro de auxiliares para previsión, trances, éxtasis y profecía. Asimismo, los berserkers que se transforman en fieras están vinculados directamente a las sociedades de máscaras.

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Los efebos espartanos se entregan a la licantropía, igual que los hombres-panteras y que los hombres-tigres del África ecuatorial. Durante la criptia, hagan o no cacería de ilotas, es seguro que llevan una vida de aislamiento y de emboscadas. No deben ser vistos ni sorprendidos. No se trata en ninguna medida de una especie de preparación militar: eso no concuerda en absoluto con el modo de combatir de los hoplitas. El hombre joven vive como lobo  ataca como lobo: solitario y de improviso, con un salto de fiera salvaje. Roba y mata impunemente, mientras sus víctimas no logren atraparlo. La prueba implica los peligros y las ventajas de una iniciación. El neófito conquista el poder y el derecho de comportarse como lobo; corre el riesgo de ser destrozado por los lobos y se prepara para destrozar a los hombres.

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Al loco ya no se le considera intérprete perdido de un dios que lo habita. No se imagina que profetice o que tenga la facultad de curar. De común acuerdo, la autoridad es cosa de calma y de razón, no de frenesí. Fue preciso absorber también la demencia y la fiesta: todo barullo prestigioso, nacido del delirio de un espíritu o de la efervescencia de una multitud. La ciudad pudo nacer y crecer a ese costo, los hombres pasad del ilusorio dominio mágico del universo, repentino, total y vano, a la lenta pero efectiva domesticación técnica de las energías naturales.

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Juegos de espejos, fenómenos y espectros concurren al mismo resultado: la presencia de un mundo ficticio en contraste buscando con la vida corriente, en la que reina la fijación de las especies y de la que están suprimidos los demonios. Los reflejos desconcertantes que multiplican y dispersan la imagen del cuerpo, la fauna compuesta, los seres mixtos de la fábula y las contrahechuras de pesadilla, los injertos de una cirugía maldita y el horror blando de toques embrionarios, el mundo de las larvas y de los vampiros, el de los autómatas y el de los marcianos, completan mediante una perturbación de otra especie el sacudimiento enteramente físico con que las máquinas de vértigo destruyen por un instante la estabilidad de la percepción.

(…)

Incluso las golosinas que proponen los tenderetes de los confiteros tienen algo de inmutable en su naturaleza y en su presentación: turrón, azúcar de manzana o pastelillos de especias, en estuche de papel glaseado con medallones ilustrados y largas franjas brillantes, cerdos de pan de especias adornados allí mismo con el nombre del comprador.

El placer es de excitación y de ilusión, de desasosiego aceptado, de caídas evitadas, de choques amortiguados, de colisiones inofensivas.

(…)

Además, para aquellos que están en edad, tanto en el irrisorio autódromo como en todo el recinto de la feria, en todo artefacto de pánico, en toda barranca de espanto, donde el efecto de la rotación y el estremecimiento del miedo hacen a los cuerpos acercarse, se cierne de manera difusa e insidiosa otra angustia, otra delicia que, esta vez, proviene de la búsqueda del compañero sexual. Aquí salimos del juego propiamente dicho. Cuando menos, la feria se acercó al baile de disfraces y al carnaval, presentando la misma atmósfera para la aventura deseada. Sin embargo, una sola diferencia, aunque harto significativa: el vértigo en ella sustituye a la máscara.

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Un exceso de majestad exige una contraparte grotesca. Pues la reverencia o la piedad populares, los homenajes a los grandes, los honores rendidos al poder supremo, amenazan peligrosamente con marear a quien asume el cargo o reviste la máscara de un Dios.

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Resurgimientos del vértigo en las civilizaciones ordenadas: los incidentes del 31 de diciembre de 1956 en Estocolmo. El episodio en sí es insignificante y sin futuro. Pero muestra hasta qué grado el orden establecido sigue siendo frágil, precisamente en la proporción en que es estricto, y cómo las fuerzas del vértigo siempre están listas a tomar ventaja. Reproduzco el perspicaz análisis de la corresponsal de Le Monde en la capital de Suecia:

“Como lo ha señalado Le Monde, la noche del 31 de diciembre cinco mil muchachos invadieron la Kungsgatan –la arteria principal de Estocolmo- y durante cerca de tres horas ‘se adueñaron de la calle’, maltratando a los transeúntes, volcando autos, rompiendo aparadores y, finalmente, tratando de levantar barricadas con rejas y montantes arrancados de la plaza del mercado más próximo. Otros grupos de jóvenes vándalos derribaban las viejas lápidas que rodean la iglesia vecina y arrojaban de lo alto del puente que atraviesa Kungsgatan bolsas de papel llenas de gasolina en llamas. Todas las fuerzas de policía disponibles acudieron a toda prisa al lugar. Pero su irrisorio número –apenas un centenar de hombres- hacía difícil su tarea. Sólo después de varias cargas a sable limpio y luchas cuerpo a cuerpo de diez contra uno, pudieron los policías quedar dueños del terreno. Casi linchados, varios de ellos hubieron de ser llevados al hospital. Unos cuarenta manifestantes quedaron detenidos. Su edad  variaba entre quince y diecinueve años. ‘Es la manifestación más grave que se haya desarrollado en la capital’, declaró el prefecto de policía de Estocolmo.
“Esos hechos han suscitado en la prensa y en los medios responsables del país una oleada de indignación y de inquietud que se halla lejos de clamarse. (…) Presentan un carácter de angustia casi ‘kafkiano’. Pues esos movimientos no son ni concertados ni premeditados; la manifestación no tiene lugar ni ‘en pro’ de algo ni ‘contra’ alguien. De manera inexplicable, decenas, centenares y, el lunes, miles de muchachos están allí. No se conocen entre sí, nada tienen en común, aparte de su edad, no obedecen ni a una consigna ni a un jefe. Son en toda la acepción trágica de la expresión, ‘rebeldes sin causa’.
Para el extranjero, que bajo otros cielos ha visto niños dejarse matar por algo, esta trifulca gratuita parece tan increíble como incomprensible. Si se tratara incluso de una alegre broma de mal gusto para ‘asustar un poco a los burgueses’, se estaría tranquilo. Pero las expresiones de esos adolescentes son impasibles y malignas. No se divierten. De pronto hacen explosión en una locura destructiva y muda. Pues lo más impresionante de su turba tal vez sea su silencio. En su excelente y  breve obra sobre Suecia, François-Régis Bastide ya ha escrito:

…esos ociosos, presas del terror de la sociedad, se reúnen, se aglutinan como pingüinos, se amontonan, gruñen y se injurian apretando los dientes, se abruman a golpes sin un grito, sin ninguna palabra comprensible…

Fuera de la famosa soledad sueca y la angustia animal tantas veces descrita, que provoca esta larga noche de invierno que empieza a las dos de la tarde, para disiparse en una vaga grisalla a las diez de la mañana, ¿dónde buscar la explicación de un fenómeno cuyo eco se encuentra con otras formas en todas las ‘semillas de violencia’ de Europa y América? Porque en Suecia los hechos se destacan con mayor claridad que en otras partes, ¿a qué grupo social pertenecen antes que nada los jóvenes rebeldes? Como aprendices o dependientes de almacén, a su edad ganan salarios que habrían hecho soñar a las generaciones precedentes. Ese bienestar relativo y, en Suecia, la certeza de un porvenir asegurado, disipa en ellos la angustia del mañana y al mismo tiempo deja vacante la combatividad antaño necesaria para ‘abrirse paso en la vida’. En cambio, bajo otros cielos, el exceso de dificultades por ‘subir’, en un mundo en que el trabajo cotidiano está devaluado en beneficio de los actores de cine y de los gangsters, provoca desesperación. En ambos casos, la combatividad sin un campo de acción válida de pronto hace explosión en un desencadenamiento ciego y desprovisto de sentido…” Eva Freden.

Fondo de Cultura Económica, 1986: Ciudad de México.