4.7.11

En Uno y el universo /Ernesto Sabbato



El universo en expansión

La idea de un universo en expansión fue originada en una memoria del astrónomo holandés W. de Sitter, publicada en 1917, que llevando a sus últimos términos la teoría de Einstein extraía la siguiente conclusión: el tiempo no fluye con la misma rapidez en todas partes; considerado desde la Tierra, se retarda cada vez más hasta llegar a territorios donde se detiene por completo. En estas remotas regiones del espacio, las cosas no suceden: están. Las conclusiones de De Sitter parecían demasiado fantásticas para corresponder a la realidad (como si la realidad tuviera la obligación de ser aburrida). Había, sin embargo, una forma de poner a prueba la teoría: si el tiempo transcurre con mayor lentitud, el péndulo de un reloj debe oscilar más lentamente; no hay posibilidad de colocar relojes de péndulo desde la Tierra hasta los confines de nuestro universo, pero tampoco hay necesidad: los átomos contenidos en cada astro oscilan como relojes y el color de la luz que emiten es la expresión de esa rapidez, como el tono de una nota musical es la expresión de la frecuencia con que vibra la cuerda. Y así como la nota se hace más baja cuando el número de vibraciones por segundo de una cuerda se hace menor, el color de la luz se acerca más y más al rojo.

Si es cierto que en las zonas habitadas por remotas nebulosas el tiempo transcurre con mayor lentitud, la luz que nos viene de allá debe estar levemente enrojecida. Los astrónomos Slipher y Humason fotografiaron los espectros de estas nebulosas: las fotografías revelaron que la luz era más rojiza que la correspondiente a condiciones normales. Las doscientas nebulosas examinadas en los observatorios de Monte Wilson y Flagstaff confirmaban la predicción del astrónomo holandés.Pero había una variante: el enrojecimiento podía ser causado por un veloz retroceso de las nebulosas, así como el silbato de una locomotora se hace más grave a medida que se aleja. Frente a la hipótesis de la paralización del tiempo apareció la de la expansión general del universo, la hipótesis de un estallido de la burbuja cósmica. Esta idea propuesta en 1922 por Friedmann, desarrollada en 1927 por el abate de Lamaître y llevada a sus consecuencias más extrañas por Eddington, a partir de 1930. De ella dice el propio Eddington: “Contiene elementos aparentemente tan increíbles que casi siento indignación de que alguien tenga fe en ella, excepto yo mismo”. Ha tenido pocos motivos de indignación.

Este misterio tiene una clave: la constante lambda. La primera ley einsteniana de gravitación afirma que el tensor G es nulo (G=O), fórmula que, como dice Eddington, tiene el mérito de la brevedad, ya que no el de la claridad. Esta fórmula encontraba dificultades a distancias infinitas, pero siempre hay una forma de resolver las dificultades con el infinito: abolirlo. Un año más tarde, Einstein modificó ligeramente su ecuación para que el espacio se cerrase a grandes distancias y tuviese una dimensión finita; la fórmula modificada fue G = G=O donde aparece por primera vez la misteriosa constante lambda.


Einstein emitió esta constante con temor, casi con desconfianza. Pero H. Weyl la puso en primer plano, en su teoría del campo. Sin embargo, la teoría de la relatividad por sí sola se manifestó incapaz de calcular el valor de lambda.
Es entonces cuando aparece Eddington con una teoría revolucionaria. Guiado por la idea de que la palabra expansión se refiere a algo esencialmente relativo, atacó el enigma desde un punto de vista nuevo. Cuando decimos que el universo se expande, queremos significar que se agranda con relación a algo de tamaño constante, por ejemplo, con respecto al metro de París. Esta clase de expresiones tiene un valor relativo: Gulliver es un gigante al llegar a Lilliput y se convierte en un enano al llegar a Brobdingnag.

Podemos decir que el universo se expande con relación a nuestro planeta y a nuestros cuerpos; pero también podemos afirmar que el universo tiene un tamaño constante y que nuestros cuerpos se están empequeñeciendo rápidamente. Un ser de dimensiones cósmicas, en el transcurso de millones de años, vería la contracción paulatina de nuestro pequeño sistema planetario; la Tierra describiría una órbita decreciente, nuestros años se acortarían, la vida del hombre se haría más fugaz: “Recorremos el escenario de la vida, actores de un drama para beneficio del espectador cósmico. A medida que las escenas se desarrollan, observa que los actores se hacen más pequeños y la acción más rápida. Cuando se levanta el telón en el último acto, los actores enanos se desplazan en el escenario a una velocidad fantástica. Cada vez se hacen más pequeños y cada vez se mueven más de prisa. Un último y borroso trazo microscópico de intensa agitación. Y después nada”.

De acuerdo con este sentido relativo de la palabra expansión, Eddington pensó que era imposible hablar de expansión si no se fijaba un patrón constante. Este patrón era, en definitiva, un átomo. El juego se realizaba así entre los dos extremos: el universo y el átomo. La expansión del universo y la contracción del átomo eran expresiones equivalentes.

Pero la expansión del universo aparecía regida por la constante lambda y esa constante estaba rodeada de misterio y de temor. ¿Dónde podía estar su secreto? La conclusión era clara: tenía que estar en el átomo, pues era el elemento que había sido olvidado. Eddington pensó que de algún modo debía ser posible explicar la aparición de la constante y hasta calcular su valor juntando las dos teorías: la de Einstein, que se aplicaba al universo, y la cuántica, que se aplicaba al átomo. (Cf. Relativity Theory of Protons and Electrons, Cambridge, 1936.)

Durante años, Eddington se propuso develar el misterio de la constante. Había muchas otras en el universo físico, honradas y reconocidas; se pensaba que siete regían la estructura y el ritmo del cosmos, como una sinfonía heptatónica: la carga del electrón, la masa del electrón, la masa del protón, la constante de Planck, la velocidad de la luz, la constante de la gravitación universal, la constante lambda.

El problema era: ¿cuántas son verdaderamente básicas?, ¿no habrá vínculos secretos desconocidos entre algunas de ellas? El progreso de la ciencia ha sido promovido por sucesivas unificaciones y esas unificaciones consisten, en definitiva, en la revelación de esas secretas identidades.

En New Pathways in Science, Eddington decide que de las siete constantes hay tres que deben ser eliminadas, porque se basan en la elección arbitraria de patrones de longitud, tiempo y masa. Quedan cuatro que parecen fundamentales y entre ellas lambda, la clave. La imbricación de la relatividad y de los cuantos le hace dar un paso más: concluye que las cuatro constantes son variaciones de una sola; la calcula y encuentra que su resultado está de acuerdo con los datos obtenidos en los espectros de las nebulosas en retroceso.

Una sola constante regía el cosmos: lambda era el número secreto con que el Gran Arquitecto había construido el Templo. Lambda era el puente entre el Universo y el átomo. Quizá ese puente entrevisto en muchos años de meditación y de cálculo sea irreal, ficticio; quizá, como los dragones y los grifos, apenas pertenezca al museo monstruoso de los objetos de Meinong: aun así, tiene la calidad de su rara belleza.

Pero Eddington no había dado todavía el paso más audaz. Milagrosamente, se había mantenido en el terreno de la física. Es cierto que las leyes y las constantes del Universo las obtenía por juegos matemáticos, a partir de un solo número; pero ese número representaba todavía un mensaje venido desde el mundo exterior, desde el vasto continente que está más allá del sujeto. Todavía lambda significaba un dato y la física era, a pesar de todo, una ciencia a posteriori. Eddington necesitaba que los astrónomos y los físicos le dieran ese número obtenido con telescopios y balanzas, para luego edificar la física. Pero se acercaba lo peor: Eddington intentaría probar que ese número puede ser calculado volviendo la espalda a la naturaleza e investigando las formas de nuestro conocer. (Cf. The Philosophy of Physical Science.)


Supongamos que un ictiólogo quiere estudiar los peces del mar. Con ese fin, arroja su red al agua y extrae una cantidad de peces diferentes; repite la operación muchas veces, inspecciona su pesca, la clasifica; procediendo en la forma usual en la ciencia, generaliza sus resultados en forma de leyes:

1. No hay pez que tenga menos de cinco centímetros de largo.
2. Todos los peces tienen agallas.

Estas dos afirmaciones son correctas en lo que se refiere a su pesca y supondrá que seguirán siéndolo cada vez que repita la operación. El reino de los peces es el mundo físico, el ictiólogo es el hombre de ciencia; la red, el aparato cognoscente.

Dos espectadores observan al pescador sin decir nada, hasta que ha formulado sus leyes. Entonces uno hace el siguiente comentario:

—Usted afirma en su primera ley que no hay peces que tengan menos de cinco centímetros. Creo que esa conclusión es una mera consecuencia de la red que emplea para pescar; el cuadro de la red no es apto para pescar peces más cortos, pero de ahí usted no puede concluir que no hay peces más cortos.

El ictiólogo ha escuchado esta manifestación con desprecio, porque pertenece a la nueva clase de hombres de ciencia: opina que la ciencia debe ocuparse únicamente de lo que se puede observar. Responde:

—Cualquier cosa que no sea pescable con mi red está ipso facto fuera del conocimiento ictiológico y no me interesa. En otras palabras: llamo pez a lo que es capaz de pescar mi red, y no cabe duda de que a esa clase de seres le viene muy bien mi primera ley. Los “peces” a que usted hace referencia son peces metafísicos. No me competen.


Hasta este momento, el físico de laboratorio no verá con alarma las manifestaciones de Eddington. Por el contrario, mirará con simpatía su opinión de que la ciencia debe ser construida con el solo uso de los entes observables. Pero, desde este momento, tendrá excelentes motivos de indignación, pues entra en escena el segundo espectador:


—He oído su conversación con el otro espectador y me apresuro a manifestarle mi simpatía. Creo, en efecto, ocioso discutir sobre peces no pescables, sobre todo si se trata de ictiología y no de metafísica. Ahora bien: usted establece sus leyes mediante el tradicional método de examinar la pesca. ¿Puedo sugerirle un método más eficaz?

—No tengo inconveniente, aunque dudo de que exista —responde el ictiólogo, con desconfianza.

—¿No le parece que podía haber establecido la primera ley con sólo examinar la red? ¿No ha observado que el cuadro tiene justamente cinco centímetros?

—Así es, en efecto.

—En esas condiciones, usted puede afirmar a priori y de una vez por todas que jamás tendrá peces que tengan menos de cinco centímetros. La segunda ley le puede fallar; en otras aguas quizá pesque peces sin agallas; pero la primera, obtenida mediante el examen de la red, no le fallará nunca: es necesaria y universal, es la ley por excelencia. La “ley” de las agallas es apenas una generalización empírica y lo expone a desengaños; hablando con franqueza, es una ley bastante desagradable y será bueno ver si también puede ser reemplazada por otra del primer tipo.


El primer espectador es un metafísico que desprecia la física a causa de sus limitaciones; el segundo es un epistemólogo que cree poder ayudar a la física a causa de sus limitaciones. El método tradicional del examen sistemático de los datos obtenidos por la observación no es el único camino para alcanzar las leyes de la ciencia física; algunas, al menos, pueden obtenerse escrutando el equipo sensorial e intelectual usado en la observación.


Los físicos han rechazado enérgicamente cualquier pretensión de adquirir conocimientos a priori. Sin embargo, en cierto sentido —sostiene Eddington— los dos grandes avances de la física actual han sido el producto de un análisis epistemológico: por este procedimiento Einstein probó la imposibilidad de un movimiento absoluto y Heisenberg llegó a su principio de incerteza.


Puede chocar la idea de que la inexistencia de movimientos absolutos o cualquier otra característica del mundo físico pueda ser revelada volviendo la espalda al mundo exterior y examinando la estructura del sujeto. Pero es preciso no olvidar que para Eddington el “mundo físico” no es el mundo exterior sino el mundo fenoménico; para él, este mundo es parcialmente objetivo y parcialmente subjetivo y solamente nos es dado conocer lo que tiene de subjetivo. El hombre encuentra lentamente aquellos elementos que él mismo puso en la naturaleza: “Ha perseguido durante siglos las misteriosas huellas dejadas en la arena por alguien, hasta darse cuenta de que esas huellas son las suyas propias”.

En su última obra, Eddington intenta probar que las leyes de la relatividad y de los cuantos —es decir, toda la física— son la expresión de estas huellas del sujeto trascendental. Las formas primitivas del pensamiento (¿categorías?) que dominan toda la física serían:

1. La forma que lleva a considerar el conocimiento obtenido mediante la experiencia sensorial como una descripción del universo.
2. El concepto de análisis, que representa el universo como una coexistencia de cierto número de partes.
3. El concepto atómico, que exige un sistema de análisis tal que los constituyentes últimos sean unidades estructurales idénticas. Las variedades se originan por la estructura y no por sus elementos.
4. El concepto de permanencia (una forma modificada del concepto de sustancia).
5. El concepto de autosuficiencia de las partes (derivada, presumiblemente, del concepto de existencia).


Son las características del sello que el hombre aplica sobre la naturaleza y que luego ha rescatado a través de los siglos —en forma de leyes y de constantes— en un largo y monumental examen de astros y átomos. Armados de telescopios, balanzas, termómetros, relojes, los físicos escrutaron el Universo en todas las direcciones, fijaron sus límites, midieron las constantes que son sus piedras angulares; la observación de nebulosas reveló la expansión del Universo, o la paralización del tiempo; se calculó el radio total y la masa encerrada en esta burbuja cósmica; se calculó el número total de partículas.


Y cuando se hubo hecho todo esto, Eddington afirmó que esas búsquedas han sido superfluas; el hombre que con un reflector escrutaba remotas galaxias hacía, en realidad, un examen de su propio espíritu.


Las constantes universales derivan —en opinión de Eddington— de la constante lambda o, lo que es equivalente, del número cósmico N (número total de partículas contenidas en el universo). Este número cree poder calcularlo mediante el solo mecanismo de las formas del pensamiento. El cálculo teórico de N depende del hecho de que una medida involucra cuatro entidades y queda por lo tanto asociada a un símbolo de existencia cuádruple. De esto concluye que el número cósmico debe ser: 2.136,2256 Es el número de protones y electrones que componen el universo físico. El número cósmico habría sido introducido, pues, por el hombre: vemos el universo como si estuviese compuesto de N partículas, como vemos cuadriculado un cielo a través de un alambre tejido. Y el responsable de esta cuadriculación y de este número no es el inventor de la mecánica ondulatoria; tampoco lo es el que hizo los electrones. El responsable es el conjunto de formas del pensamiento: el hombre que tomó la primera medida desencadenó el proceso que debía terminar en el número cósmico. Un ligero enrojecimiento en las nebulosas que están más allá de nuestras regiones del espacio fue el indicio del número cósmico. Pero para el epistemólogo, observador de observadores, su valor exacto estaba implícito en su primera mirada a un físico experimental:


Alcé después mis ojos y vi a un varón que tenía en su mano una cuerda de medir
(Zacarías, II. I)






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