5.7.12

Mauricio Wiesenthal sobre Rusia

Antes de la historia aparece siempre la profecía. Nada ocurre inesperadamente, por que sí. Y para cualquier pensador profundo, acostumbrado a interpretar los signos misteriosos de la vida, la filosofía del absurdo que niega rotundamente la lógica de nuestra existencia, es un recurso romántico, falaz e ingenuo. Las cosas ocurren con una justa fatalidad; porque hay hombres que las aman, las piensan, las anhelan o las fabrican.

Antes de que Rusia se organizase como nación o como estado, tuvo que haber un pueblo capaz de imaginarla. Por eso cuando Virgilio requiere explicar la fundación de Roma, recurre a la leyenda poética de Eneas imaginada por un antiguo cantor ciego. Y cuando los hebreos se constituyen como pueblo escriben en la Biblia la historia de Abraham, el patriarca que guiaba sus rebaños hacia una tierra prometida.

La inmensa Rusia, que se extiende entre dos continentes, como una gigantesca hembra que llevase en sus venas la sangre de todas las razas, y en sus pechos el agua de todos los ríos, no es la obra material de un zar ni de unos políticos, sino el sueño espiritual de un pueblo que tiene el alma desmesurada.

"La nación rusa -escribe Dostoievski- constituye un fenómeno extaordinario en la historia de toda la humanidad... Convenid con nosotros que el carácter ruso se diferencia radicalmente del europeo; que lo que principalmente descuella en él es la capacidad de síntesis, de conciliación de contrarios, de universalidad humana...".

Para comprender a Rusia hay que llevar en el alma ese ángel -que, a veces, puede convertirse en diablillo- de la inmensidad. ¿Existe algo más románticamente desmesurado que el alma rusa? ¿No es Mússorgski un visionario, y Balakirev un fanático, y Tolstoi un santo, y Dostoievski un profeta, y Púshkin un hombre universal?


Una vieja leyenda


Una vieja leyenda cuenta como el príncipe Vladimir decidió convertirse al cristianismo ortodoxo, considerando que el culto de la Iglesia Oriental era superior al de todas las demás religiones. antes de adoptar su resolución escuchó los consejos de los embajadores musulmantes de Bulgaria, de los católicos papistas alemanes, y de los rabinos judíos. Y como no encontrara diferencias éticas fundamentales entre los dogmas de todas estas religiones, determinó observar la liturgia propia de cada pueblo para analizar sus valores estéticos. Así envió a sus ministros a las mezquitas de Bulgaria, pero éstos regresaron contando que "habían visto cosas feas". Los envió también a una catedral alemana "donde no encontraron gran belleza". Y, finalmente, les rogó que se trasladaran a Santa Sofía de Constantinopla para asistir a los cultos bizantinos. La opinión de los consejeros fue esta vez unánime: "verdaderamente uno no sabe si está en la tierra o en el cielo. Porque Dios se encuentra allí presente". Y de esta forma, Vladimir se convirtió con su pueblo al dogma de la iglesia oriental, capaz de arrancar en el alma de los hombres tales extremos de entusiasmo y admiración.

Fotos de Rusia

El ruso es un hombre que no tiene fronteras en el alma, desbordado siempre por la nostalgia, la esperanza, la alegría y el dolor. con ese fermento vivo se creo el primer imperio eslavo. Las costas rusas son regadas por diez mares: el Caspio, el Negro, el Balcánico, el Blanco, el de Barents, el de Kara, el de Laptev, el de Siberia, el de Behring, el de Okhotsk y el de Japón. Cuando en las cosas del mar de Japún despunta el alba, en las orillas del Báltico se encienden los agónicos colores del ocaso. Cuando el sol calienta las playas del mar Negro, todavía soplan las ventiscas de hielo y nieve en el Ártico. De oro son las dunas del golfo de Finlandia, de esmeralda las aguas profundas del Baikal, de plata los ríos majestuosos de Siberia, de fuego las entrañas de Kamchatka...


Un país misterioso


Para los griegos de los tiempos de Herodóto, las tierras rusas eran ya la frontera de la sorpresa y de la mitología. En el país misterioso de los escitas descubren los viajeros antiguos la dimensión mágica e inesperada de la vida: los melanclenos, pueblo vestido de sombras; los hiperbóreos que viven en las nieves; los gelones que se nutren de vino... Y las viejas leyendas están todavía presentes en las tradiciones campesinas. Cualquier ruso conoce a la Baba Yaga, bruja de los bosques que habita en una cabaña edificada sobre una pata de gallina. ¿Y quién no ha visto dibujarse en las brumosas orillas del Volga a Vodianoi, o a cualquiera de los demonios de la niebla?

Baba Yaga

Los ríos tienen una importancia decisiva en la historia rusa. El Dnieper sería el centro de la Rusia Bizantina, el Volga de la Rusia asiática, azotada por los poéticos vientos de Oriente; y el Neva se convertiría, bajo Pedro el Grande, en la frontera de la Rusia europea.

La santa Rusia, como las Vírgenes trágicas, tiene el corazón desbordado en lágrimas. A través de una compleja red de canales la Moskova comunica con el Volga, y el Volga con el Don. Gracias a los ríos se fertilizan las famosas tierras negras, o chernozioms de las riberas del Oka y  del Don. Aprovechando los grandes cursos fluviales, la civilización se extendió de un continente a otro. El hierro de Kursk y los tejidos de Ivanovo llegaban a Vladimir en grandes barcazas.

Los primeros eslavos nómadas se establecieron a orillas de los ríos. Vivían organizados en comunas, dedicados a la agricultura, el pastoreo y el comercio: rindiendo culto a las fuerzas de la naturaleza. aun se celebra en toda Rusia, al despuntar el verano, la poética fiesta del Abedul, que tiene arcaicas reminiscencias eslavas. Cuando los abedules florecen en los prados y en las vegas, como muchachas engalanadas para su primer baile de amor, el pueblo celebra su promesa de la nueva recolección. A veces se encienden también hogueras y antorchas, como en todas las fiestas de San Juan. Las jóvenes buscan en los prados las diminutas florecillas del helecho, que tienen fuerza mágica si se recolectan en las sombras de la noche estival. Y en el parque moscovita de Izmáilovo los coros populares cantan "en el campo florecía el pequeño abedul."

Los eslavos orientales formaron la base étnica de Rusia; pero muy pronto, en el siglo IX, comenzaron a mezclarse con otros pueblos. Entre ellos se encontraban los varengos, vikingos del Báltico que acudieron a Rusia reclamados por los propios eslavo, y respondiendo a una petición redactada en estos desconcertantes términos: "Nuestra tierra es grande y rica; pero falta el orden. ¡Venid, sed nuestros príncipes y gobernadnos!"

La histórica ciudad de Vladimir fue capital antes que Moscú. aun conserva bellos restos de su esplendor, especialmente la catedral de la Asunción. en Vladimir residía el metropolitano de todas las Rusias, y en su catedral se coronaban los grandes príncipes.

Para penetrar más profundamente en el alma rusa hay que descender las aguas del Volga: una cuenca tan extensa como todo el continente europeo. Partiendo de la estación fluvial de Severny, en Moscú, los barcos se adentran en la inmensidad de Rusia. Aquí comienza la ruta de las ciudades santas y la ruta de los nombres sagrados de Rusia: los bosques de Kostroma, los pintorescos paisajes de Kinechma, donde residían los pintores rusos... Y en Volgograd, un canal abierto sobre el Don puede llevarnos directamente a la tierra legendaria de los cosacos.

Y a donde no llegan los ríos alcanza el tren: el Transiberiano atraviesa en nueve días y nueve noches la inmensa distancia que separa a Moscú de Vladivostok, la capital de Oriente. Ya no existen, naturalmente, los viejos wagons-tziganes que rodaban de Novossibirsk a Irkutsk al son de una música lánguida de violín, iluminados por una suave luz de cafetín romántico. Ya no existen tampoco los viejos wagons-églises donde los popes oficiaban sus barrocas ceremonias litúrgicas, ni los wagons-bains donde podían tomarse baños de vapor. La técnica ha progresado en nuestro siglo más que la poesía, y el "vagón-cine" o el "vagón-teléfono" viajan ahora con el romántico ferrocarril de Siberia. Pero -¡el Dios de la comodidad sea loado!- también los bravos usuarios del tren agradecen estos adelantos.


El hombre ruso tiene un alma hirviente, cimbreada por las contradicciones del poeta y por los mismos vientos vertiginosos que castigan al dulce abedul. A veces se siente hijo de la inmensidad, soldado de la estepa, viajero del infinito. Y en esos momentos comprende su historia, escribe la saga de "Guerra y paz", compone el "Boris Godunov", usurpa un trono, enuncia un nuevo postulado matemático y gana un campeonato de ajedrez. Pero en otros momentos, dolorido y humillado, vencido en su propia batalla, se refugia en el interior de su duchinka (la almita) y se siente pequeño como un niño.




"He tenido todo el día una sensación estúpida y triste. Hacia la noche este estado de ánimo se transformó en un deseo de caricias, de ternura. Como en mi infancia, hubiera deseado abrazarme a un ser querido y comprensivo, llorar de dulzura y ser consolado... Volverme pequeño y acercarme a mi madre, tal como la imagino. Sí, sí, a mi mamá, a la que nunca pude llamar así porque no hablaba aún cuando ella murió. Ella es mi más alta representación del amor puro, no del frío divino, sino del cálido amor terrestre, maternal... ¡mamá, álzame, mímame!... Todo esto es una locura, pero es verdad..." escribió Tolstoi en los últimos años de su vida, cuando ya ha experimentado todos los excesos de su apasionado temperamento.




Volga, Volga



"Acima do rio Volga, 1971 "Над Волгой ", 1971 г. Konstantin Vasilyev

Entre las más bellas condiciones del alma rusa hay que contar, sin duda, ésta de no avergonzarse de la ternura "He trabajado y he sufrido -decía el poeta-, y ahora tengo derecho a jugar con los niños." Uno puede ser un intelectual famoso en Leningrado, y disfrutar sin embargo una batalla de bolas de nieve con los muchachos del barrio; o cantar con los campesinos aquella dulce canción que dice: "cuando el corazón sangra sólo la casa no os engaña". Así es el pueblo ruso, apasionado hasta la utopía, sentimental y horareño, orgulloso y hospitalario para el extranjero, unas veces rebelde y otras sumiso hasta extremos incomprensibles para la mayoría de los europeos.


¡Humíllate, hombre soberbio!, 
¡y ante todo rompe tu soberbia! 
¡Humíllate, hombre de nada
y ante todo, pena sobre la tierra! 

Púshkin ha descrito en estos terribles versos una de las pasiones más geniales del pueblo ruso: soportar el sufrimiento como lección de sabiduría. "Si no hubiera sido francés me gustaría haber sido ruso -decía Balzac- Rusia es el único país donde la gente sabe obedecer." Y el impertinente Custine se asombraba de encontrar en 1839 a todo un pueblo sometido al capricho de sus gobernantes: "La obediencia es para los rusos un culto, una religión. Sólo en este pueblo pueden verse a los mártires en postura de adoración delante de sus verdugos".

Y sin embargo, el extremo contrario también es posible. "Es fácil -decía Lenin- comenzar la revolución en un país así. Es más fácil que levantar una pluma".


Humillados y ofendidos

Cimbreado por estas contradicciones el hombre ruso siente la vida con una dramática y honda sinceridad. Sumiso o disidente es siempre extremista. Y cuando se encandila como un pájaro libre con el espejuelo de sus exaltaciones sabe sin embargo que pagará con sufrimientos y dolores todos sus sueños de infinitud. "La quimérica esperanza de una vida ideal será expieada por el pueblo ruso en lagos de sangre", escribía Gorki.

Los historiadores olvidan frecuentemente que, bajo las vestiduras doradas de las horas estelares de un pueblo, se oculta la diminuta duchinka de los hombres que viven para cosas más pequeñas, y a veces, más bellas, que la inmortalidad de los monumentos. La historia de los zares corre por los pasillos iluminados de sus grandes palacios. Y en la hora alborotada y esperanzada de la Revolución de Octubre no todo es epopeya heroica y grandilocuente. "Los habitantes dormían apaciblemente -escribe Trotski- y no se habían enterado de que un poder sucedía a otro." Ese pueblo que duerme en su bucólica dacha campesina, que trabaja silenciosamente en los campos, que canta en las orillas del río, que medita calladamente asomado a los puentes del Neva sin saber cuando un poder sucede a otro, es también el pueblo ruso. "En el principio -escribe Ephim Doroch- era la tierra, y no es indiferente observar que, en nuestra lengua, la palabra tierra designa a la vez el suelo, el pueblo, el país y el mundo."


Revolución de octubre



En el principio era la tierra


Iván el Terrible fue el creador del Kremlin y el padre del Imperio Ruso. Supo reunir bajo su cetro a todos los pueblos eslavos, sometiéndolos hábilmente a los ideales que el zar representaba: la religión, la protección patriarcal y el poder. Para llevar adelante su proyecto unificador, otorgó el título de Patriarca a los metropolitanos de Rusia. Y se dice que cuando el embajador del Sacro Imperio Romano le ofreció el título de Rey de Rusia, Iván lo rechazó diciendo: "Nuestro poder procede de Dios, como el de nuestros antepasados, y no de ti".

Cuando su esposa, Anastasia Romanov murió, el zar entró en una especie de disparatado delirio. Sus extravagancias y crueldades desbordaron toda medida. Vistió a sus sayones con una cabeza de perro y una escoba, para significar que le servían como fieles chuchos y estaban dispuestos a barrerlo todo.

Para reafirmar su poder, Iván contrajo nuevo matrimonio con la princesa Zoe Paleóloga, sobrina del último emperador de Bizancio. Y así aquel pequeño y disparatado césar que reinaba en una fortaleza, quedaba automáticamente convertido en Zar de la Tercera Roma.

Esa heroica conciencia de "Tercera Roma" tendrá un peso decisivo sobre la historia moscovita. Todavía Dostoievski proclama su fe en este destino mesiánico. Y, sin embargo, como buen ruso, siente también el vértigo de las afirmaciones rotundas y, en "Los hermanos Karamásovi", hace exclamar a Dimitri: "no, el hombre es amplio, demasiado amplio. Yo lo hubiera reducido".

Una vez más los extremos: una capital recién nacida que ya se siente la Tercera Roma, un zar al que llaman Terrible, otro al que llamarán Pacífico... Pero Moscú se alimenta también de esas locuras; aunque luego, como el palurdo Dmitri, se encierre en su tierna pequeñez y se duerma como un niño sobre los pechos de su almita campesina. Aún en nuestros días, en la titánica y moderna capital del estado soviético, perviven algunos recuerdos deliciosos de aquella Moscú artesanal e ingenua. al menos así lo evocan los nombres: la calle de los Manteles Bordados, el Puente de los Herreros, el Parque de los Halconeros...

Mientras Iván gobernaba en el delirio, los muros del Kremlin se habían transformado en sólidos bastiones de piedra. Pero el terrible zar necesitaba darle a su pueblo un testimonio evidente de grandeza. ¿Adónde podía recurrir para importar artistas y técnicos que transformaran su palacio en la morada digna de un emperador? Sólo Italia, la patria de Leonardo y Bramante podía aportar esos genios.


Moscú


La política de Iván se había caracterizado por la expansión y la unidad. Esas dos fórmulas quedarían también cristalizadas en su ambiciosa Catedral del Poder. Rodeando al Kremlin de una sólida muralla de piedra roja, rematada por torres gigantescas, el zar plasmaba arquitectónicamente la imagen de su gobierno: pesado, grande y sólido como el poder autócrata. Las torres del Kremlin guardan muchos recuerdos de la historia de Rusia. El megalómano Boris Godunov, que usurpó la corona, pero no fue un gobernante tan malo como podrían considerarlo los aficionados a la ópera, mandó construir unas campanas gigantescas para el Kremlin. El carillón de la Torre del Salvador tocaba en las ceremonias solemnes el himno zarista; pero una de las primeras disposiciones de Lenin en 1918 fue sustituir ese motivo musical por las notas de la Internacional. Desde las torres del Kremlin observó Napoleón en 1812 el incendio de Moscú. Un pequeño oficial de su ejército, llamado Stendhal, declara, años más tarde, que aquel fue el único momento solemne de la aburrida campaña de Rusia.

Kremlin

El marqués de Custine, embajador en la corte de Nicolás I ha descrito en sus "Cartas de Rusia" una terrible imagen del Kremlin: "cárcel, palacio, santuario, bastión contra los invasores, bastilla contra la nación, sostén de los tiranos, prisión del pueblo". Ninguno de estos adjetivos sería capaz de impresionar a Dostoievski. El propio novelista nos ha dejado una deliciosa descripción proustiana de estos lugares, recordando sus paseos de infancia por la Plaza Roja de Moscú. Porque Kremlin ha pasado a la historia indisolublemente unido a la Plaza Roja. Para los rusos la palabra "rojo" equivale a bello; por eso cuando Iván el Terrible demolió las pequeñas construcciones que se habían ido diseminando por los muros del Kremlin, el pueblo denominó a esta gran plaza la "Plaza Roja" haciendo ya referencia a su extraordinaria belleza.

El corazón de Moscú quedaba así definitivamente constituído desde los tiempos de Iván el Terrible. A la Plaza Roja sólo le faltaba ya la gran pirámide rosa del mausoleo de Lenin, edificado modernamente por Stalin.

Ya no quedan apenas restos de aquella caótica y hermosa capital de Iván, ruidosa y desordenada como el hogar del viejo Karamasov. Las lujosas viviendas de los boyardos han desaparecido en la antigua calle Tverskaia. Ya no se escuchan sus voces embriagadas resonando en el fresco silencio de la noche oscura. Ya no ruedan sobre la calle las desvencijadas carretas que traen el trigo y el vino a los grandes terratenientes. Y en el histórico barrio de Zamoskvorechié, al otro lado de la ]Moskova, ya nadie recuerda dónde vivían los fieles soldados del zar.

El ilustrado Pedro el Grande, enemigo implacable de aquellos boyardos enriquecidos y analfabetos, trasladó la capital al norte y construyó la elegante San Petesburgo. "Todo ruso que contempla Moscú -ha escrito León Tolstoi- se siente en presencia de una madre; todo extranjero que la contempla, aunque no conzca su siginificado material, se siente impresionado por el carácter femenino de esta ciudad". Sin embargo, en los tiempos de Pedro. Moscú no es más que una ciudad de provincia, una madre abandonada o una princesa viuda. Habrá que esperar al siglo XIX para que la capital recobre su esplendor. "¡Heaquí Moscú -canta entusiasmado Pushkin- con sus blancas piedras, y, tan viejas, bajo el oro de sus cruces, las cúpulas que arden como brasas..." También Dostoievski recuerda los paseos dominicales por las basílicas del Kremlin, los desfiles procesionales, y las excursiones a las barracas del bulevar Novinski.


La catedral del Poder

En Moscú se extiende la presencia de Asia. Para sentir la proximidad de Europa debemos trasladarnos a Leningrado, la imperial San Petesburgo de los zares, la primera capital de la Revolución.

Hace poco más de 200 años San Petesburgo era -como nos recuerda Púshkin- un lugar brumoso y olvidado donde "el pescador solitario, triste hijo de una tierra pantanosa, lanzaba a las aguas su pobre aparejo".

Sin embargo, la poesía sobrevive a la historia en la ciudad de Dostoievski, Gogol y Púshikn. Porque éste es el reino encantado del hada Snegurachka, reina de las nieves que recorre las estepas en su troika adornada con piedras preciosas. A sus pies duerme el inmenso Ladoga, el lago más grande de Europa. En sus bosques crecen los viejos abetos que proporcionaron la madera para construir las más bellas iglesisas de Rusia, y sus cúpulas doradas. No sólo es la puerta de Europa, sino también el faro del norte; más allá comienzan las nieves y los puertos helados de Arkhangelsk o Murmansk. En Leningrado están enterrados los poetas; pero no muere la poesía.

Leningrado, como los mejores versos de Púshkin, nació de una pasión, de un amor trágico, que costó sangre y vidas humanas. Su fundador, Pedro el Grande, era un genio caprichoso y culto, enamorado del arte europeo, enamorado de los canales de Amsterdam y de la jardinería de Versalles. soñando en esa ciudad perfecta, el zar Pedro puso, el 16 de mayuo de 1603, la primera piedra de la fortaleza de Pedro y Pablo. Obra infausta y maldita, este castillo se convertiría en el terror de Rusia. En sus húmedas celdas, azotadas por la mano fría de la marea, serían encerrados Bakunin, Dostoievski y Pestel. El 23 de abril de 1860 la policía entra en el domicilio de dostoievski, a las cuatro de la madrugada. Por la tarde, el escritor ocupa ya su siniestra celda. "Tengo durante la noche sueños monstruosos -escribe a su hermano-. Me parece como si el suelo oscilase bajo mis pies, y me siento encerrado en una cabina de barco". El 22 de diciembre los condenados son conducidos a un patíbulo en la plaza Siémionovski, y asisten a un macabro espectáculo: "De repente vi que el cañón de los fusiles, colocados ya sobre la mejilla de los soldados del pelotón, se levantaba... Un ayuda de campo, saliendo de una calesa, se puso a leer en voz alta un papel que llevaba en la mano. Nos comunicaba que el emperador nos había concedido la gracia".


Fortaleza de Pedro y Pablo


En esta ciudad de perspectivas grandiosas y teatrales, la historia juega a veces a manifestarse en forma de farsa. El 7 de octubre de 1917 (7 de noviembre para el calendario ortodoxo), el presidente Kerenski, amenazado por los revolucionarios que han sitiado el Palacio de Invierno, se escapa disfrazado de mujer. Con esta pieza de ópera acaba en San Petesburgo la historia del ancien régime.


También Pedro el Grande amaba los disfraces. Mientras soldados y campesinos, diezmados por el paludismo y las fiebres, preparaban el asentamiento de la nueva capital imperial, el zar se movía entre los obreros para dar ejemplo, y trabajaba en la construcción de su palacete como albañil o tapicero. Cuando el primer navío sueco atracó al muelle de San Petesburgo, el propio monarca se ofreció como piloto al capitán del barco para guiarlo entre los bancos.

En la orilla derecha el zar mandó construir la basílica de Pedro y Pablo. Pero la movilidad de las aguas del Neva obligó a trasladar el centro de la capital a la orilla izquierda. El río fue el primer conspirador de Petesburgo. Y en 1721, el zar Pedro estuvo a punto de morir ahogado, en una inesperada crecida de las aguas que inundaron la naciente perspectiva Nevski, la gran avenida que sería el orgullo de la ciudad.

Pero el emperador era un hombre tenaz. Mandó traer de todos los rincones del imperio obreros para levantar su ciudad. Prohibió que en ningún otro lugar de rusia se levantasen edificios de piedra, obligando así a los arquitectos a establecerse en Petesburgo; y para asegurar la marcha del proyecto, ordenó que cuantos barcos atracasen a los muelles de la ciudad, aportasen un tributo de piedra o de ladrillo para contribuir a la construcción.

Ilustrado y déspota, el gran Pedro fundó el primer Museo de Historia Natural de Rusia, la Kunstkamera. Para atraer a los visitantes, el zar dispuso que feran agasajados con paté y vodka.

Su hija Elizabeth Petrovna heredaría de su padre el gusto por las artes y cierto temperamento extravagante. Fue la iniciadora del Museo del Ermitage, y mandó socavar un palacio en el hilo, donde reunía a sus invitados a la luz de candelabros decorados con piedras preciosas.


Leningrado


Pedro había dejado al morir una capital grandiosa, y "una flota que valía más que todos los santos íconos". Catalina la Grande dejaría a su muerte un museo que valía más que todas las flotas del mundo". Millones de obras de arte formaban la extraordinaria colección que reunió en el Ermitage: antigüedades clásicas, cerámicas asiáticas, tapices, armaduras... "Sólo los ratones y yo podemos admirar los fabulosos tesoros de mi Ermitage", decía la emperatriz con un humor digno de su amigo Voltaire. No faltan en este Museo, hoy enriquecido con las obras requisadas a sus antiguos propietarios, ninguna de las fiermas maestras de la pintura universal: Velázquez, Rembrandt, Rubens... Y para crear un marco apropiado a tanta riqueza artística, la zarina manda edificar lujosas estancias en su palacio, decoradas con una prodigiosa imaginación: árboloes de oro donde se mueven autómatas en forma de pavos reales que abren sus colas de zafiro y rubí; un salón de los Buhos, un museo de los Viejos Generales...


Museo Ermitage


Mientras los zares construían sus palacios de oro, la ciudad iba también creciendo en su aristocrático trazado. Los palacios se levantaban sobre los románticos canales o en las orillas del Neva.

Más de 600 puentes, rematados por toda la fauna de la zoología barroca, cruzan los ríos y canales de Leningrado. Pero el río por excelencia de la capital no es el Neva, sino la perspectiva Nevski, con su inagotable caudal humano que corre a lo largo de cuatro kilómetros y medio, hasta su desembocadura en el Lavra de Alejandro Nevski, donde están enterrados Dostoievski, Mússorgski, Thaikovski y el mariscal Suvorov, el vencedor de Napoleón.


La ciudad de Catalina

Leningrado rinde culto a la poesía, al arte, a la belleza. Sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, los responsables de la restauración han hecho una encomiable y prodigiosa labor. Se han reconstruído incluso los cabarets de la Petesburgo imperial.




Sí, la historia acaba siempre convirtiéndose en poesía. Magia de las noches blancas de junio, cuando el sol premanece vigilante sobre el claro horizonte. Milagro de las noches de invierno, cuando las luces de gas se reflejan sobre las calles heladas. Alegría de la primavera, cuando las aguas del Neva se rompen como flores de nieve. Silencio sagrado del otoño, cuando los primeros aires tímidos se pasean por la fachada de los palacios, por los canales dormidos, por las mansiones barrocas de la Moika, donde vivieron Púshkin y Essenin.

¿Quién puede decir que esta no sea la tierra de la inmensidad, la perspectiva de la desmesura? Ayer se llamó la Santa Rusia. Hoy es la Federación Rusa. Pero haceros explicar lo que entiende un ruso por federación y veréis que es algo muy próximo a la santidad.






Ediciones Castell: Barcelona.