4.1.12

Las doradas manzanas del sol/Ray Bradbury




 
...Y recoge hasta que el tiempo y los tiempos
acaben las plateadas manzanas de la luna,
las doradas manzanas del sol.
W. B. Yeats



 
La sirena
—Bueno, mañana irás a tierra —agregó McDunn sonriendo— a bailar con las muchachas y tomar gin.
—¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
—En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
—Los misterios del mar —dijo McDunn pensativamente—. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
—Oh, hay tantas cosas en el mar. —McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Había estado nervioso todo el día y no había dicho por qué—. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
—Sí, es un mundo viejo.
—Ven. Te he reservado algo especial.
Subimos lentamente los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba suavemente sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
—Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? —McDunn se aprobó a sí mismo con un movimiento de cabeza—. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando a los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año —dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla—, algo viene a visitar el faro.
—¿Los cardúmenes de peces?
—No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas a algún pueblito mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien aquí conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
—Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a tí toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida».
La sirena llamó.
—Imaginé esta historia —dijo McDunn en voz baja— para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
—Pero... —dije.
—Chist... —dijo McDunn—. ¡Allí!
Señaló los abismos.
Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, de la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo de los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces. Algo dije.
—Calma, muchacho, calma —murmuró McDunn.
—¡Es imposible! —dije.
—No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando momentáneamente su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra luz inmensa, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome de la barandilla de la escalera.
—¡Parece un dinosaurio!
—Sí, uno de la tribu.
—¡Pero murieron todos!
—No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
—¿Qué haremos?
—¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
—¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena, llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
—¿Entiendes ahora —susurró McDunn— por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizá esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizá es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó a donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir.
»El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta centímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el fuego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de abadejos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y setiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de haber ascendido día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. El solitario millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros-reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.

(…)

La bruja de abril

En el aire, sobre los valles, bajo las estrellas, sobre un río, un estanque, un camino, volaba Cecy. Invisible como los nuevos vientos de la primavera, fragante como el aroma de los tréboles que se alzaba en los campos a la tarde, ella volaba. Se deslizaba en palomas suaves como el armiño blanco, se detenía en los árboles y vivía en los capullos, abriéndose en pétalos cuando soplaba la brisa. Se posaba en una rana verde, fresca como la menta, a orillas de un charco brillante. Trotaba en un perro Zarzoso y ladraba para oír ecos que venían de graneros lejanos. Vivía en las nuevas hierbas de abril, en suaves y claros líquidos que se alzaban de la tierra de almizcle.
Es primavera, pensaba Cecy. Esta noche estaré en todas las cosas vivas del mundo.
Ahora vivía en grillos claros en los arroyos de alquitrán de los caminos, ahora caía como el rocío en una verja de hierro. Era la suya una mente que se adaptaba con rapidez, y volaba invisible en los vientos de Illinois esta noche única de su vida. Acababa de cumplir diecisiete años.

(...)

En su alto dormitorio, Cecy se había perfumado la garganta, y se había tendido temblorosa y aprensiva en su carruaje de cuatro caballos, como una luna de leche que se alza sobre los campos de Illinois, transformando los ríos en cremas y los caminos en platino.

(...)

Cecy vio las cálidas luces primaverales de mansiones y granjas que brillaban con colores crepusculares.
Yo no puedo enamorarme porque soy sencilla y rara, pero me enamoraré por medio de alguna otra, pensó.
En los campos de una granja, en la noche de primavera, una muchacha de pelo oscuro, de no más de diecinueve años, sacaba agua de un profundo pozo de piedra, y cantaba.
Cecy cayó —una hoja verde— en el pozo. Se tendió en el tierno musgo del pozo, mirando hacia arriba en la sombría frescura. Luego se animó en una palpitante e invisible ameba. ¡Luego en una gota de agua! Al fin, en un tazón frío, se sintió llevada a los tibios labios de la muchacha. Se oyó un suave y nocturno sonido; la muchacha bebía.
Cecy miró el mundo desde los ojos de la muchacha.
Desde el interior de la oscura cabeza, desde los ojos brillantes, miró las manos que tiraban de la tosca cuerda. Escuchó a través de las orejas de caracol el mundo de la muchacha. Olió un particular universo por la delicada nariz, sintió que aquel corazón especial batía y batía. Sintió que aquella lengua extraña se movía cantando.
¿Sabrá que estoy aquí?, pensó Cecy.
La muchacha abrió la boca. Miró fijamente los prados nocturnos.
—¿Quién está ahí?
No hubo respuesta.
—Sólo el viento —murmuró Cecy.
La muchacha se rió de sí misma, pero se estremeció.
—Sólo el viento.
Era un buen cuerpo, el cuerpo de la muchacha. Tenía huesos del más fino y delicado marfil, envueltos redondamente en carne. El cerebro era como una pálida rosa té, que colgaba en la oscuridad, y había un aroma de manzanas en la boca. Los labios se apoyaban firmemente en los blancos, blancos dientes, y las cejas se arqueaban nítidamente ante el mundo, y el pelo caía hermoso y suave en la nuca de leche. Los poros se apretaban diminutos y cerrados. La nariz apuntaba a la luna y las mejillas brillaban con pequeños fuegos. El cuerpo se movía con el equilibrio de una pluma y parecía como si siempre se cantase a sí mismo. Estar en este cuerpo, esta cabeza, era como calentarse en una estufa, vivir en el ronroneo de un gato dormido, dejarse llevar por las tibias aguas de un arroyo que corría de noche hacia el mar.


*

El niño invisible
(…)

Charlie se pasó el día en el observatorio de una roca, golpeado por el viento claro, inmóvil, y chupándose la lengua.
La vieja juntó leña en el bosque, sintiendo los ojos de Charlie en su espalda. Tenía deseos de gritar: "Oh, te veo, te veo. ¡Bromeaba cuando hablaba de niños invisibles!" Pero tragaba saliva y apretaba los dientes.
A la mañana siguiente Charlie empezó a mostrarse rencoroso. Saltaba de detrás de los árboles, con caras de escuerzo, de rana, de araña, abriéndose la boca con los dedos, sacando los ojos, empujándose la nariz hacia atrás de modo que era posible verle el cerebro, cómo pensaba.
En una ocasión la vieja dejó caer la leña. Fingió que un grajo la había asustado.
Otra vez Charlie se acercó a ella con las manos abiertas como si fuese a estrangularla.
La vieja se estremeció ligeramente.
Charlie se acercó de nuevo como si fuese a patearle la pierna y escupirle la cara.
La vieja soportó esto sin un pestañeo ni un movimiento de la boca.
Charlie sacó la lengua, haciendo unos raros y feos ruidos. Movió las orejas y la vieja tuvo que contener la risa. Pero al fin se rió y se justificó en seguida diciendo:
—¡Me senté en una salamandra! ¡Cómo saltó!
Al mediodía aquella locura había llegado a alturas terribles.
¡Pues Charlie vino corriendo valle abajo totalmente desnudo!
La vieja casi cayó de espaldas, escandalizada.
—¡Charlie! —estuvo a punto de gritar.
Charlie corrió desnudo por una falda de la loma y bajó desnudo por la otra, desnudo como el día, desnudo como la luna, como el sol o un pollo recién nacido, con los pies brillantes y veloces como las alas de un colibrí que se desliza a ras de tierra.
La vieja había encerrado la lengua en la boca. ¿Qué podía decir? ¿Charlie, vístete? ¿Ten vergüenza? ¿No hagas esas cosas? ¿Podía acaso? Oh, Charlie, Charlie, Dios mío. ¿Qué podía decirle ella?
Lo vio bailar sobre una roca, saltando hacia arriba y hacia abajo, desnudo como en el día de su nacimiento, con los pies desnudos, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos, y sacando y metiendo el estómago como un globo de circo que se infla y se desinfla.
La vieja cerró fuertemente los ojos y rezó.
Tres horas más tarde suplicó:
—¡Charlie, Charlie, ven! ¡Quiero decirte algo!
Charlie cayó de alguna parte como una hoja otoñal, vestido de nuevo, gracias al Señor.
—Charlie —dijo la vieja mirando los pinos—. Te veo el dedo pulgar del pie derecho. Ahí está.
—¿Lo ves? —dijo Charlie.
—Sí —dijo la vieja muy tristemente—. Es como un escuerzo en el pasto. Y ahí está tu oreja izquierda, suspendida en el aire como una mariposa rosada.
Charlie bailó.
—¡Me estoy formando! ¡Me estoy formando!
La vieja asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Ahí viene tu tobillo!
—¡Dame los dos pies! —ordenó Charlie.
—Ya los tienes.
—¿Y mis manos?
—Veo una que te sube por la rodilla como una araña.
¿Y la otra?
—Te está subiendo también.
—¿Tengo un cuerpo?
—Está asomando muy bien.
—Necesito la cabeza para ir a casa, vieja.
Para ir a casa, pensó ella con cansancio.
—¡No! —dijo, terca y enojada—. No, no tienes cabeza. ¡Sin cabeza! —gritó. Charlie quedaría así hasta el último momento—. ¡Sin cabeza! ¡Sin cabeza! —insistió.
—¿Sin cabeza? —gimió Charlie.
—Oh, oh, Dios mío, sí, sí, ¡tienes tu condenada cabeza! —estalló la vieja—. ¡Devuélveme ahora el murciélago con la aguja en el ojo!
Charlie le tiró el talismán.
—¡Jaaaa! ¡Yuuuu!
El grito de Charlie corrió por el valle y mucho después de haber desaparecido camino de su casa, la vieja escuchó y escuchó sus ecos.
Luego tomó su leña con una enorme y seca fatiga y emprendió la marcha hacia su choza, suspirando, hablando. Y Charlie la siguió todo el camino, realmente invisible esta vez, de modo que ella no podía verlo, sólo oírlo, como una piña que cae desde un árbol, o una profunda corriente subterránea, o una ardilla que corre por un tronco; y junto al fuego, a la hora del crepúsculo, la vieja se sentó junto a Charlie, él totalmente invisible, y ella ofreciéndole una lonja de jamón que él no podía tomar, así que se la comía ella, y luego preparó algunos encantamientos y se durmió con Charlie, un Charlie de ramas y andrajos y guijarros, pero tibio aún y su hijo, verdaderamente su hijo, dormido y hermoso entre los estremecidos brazos de su madre... y hablaron de cosas doradas con voces somnolientas, hasta que lentamente, lentamente, el alba marchitó el fuego.

*

Bordado
(…)

—Me parece que iré a pelar esos guisantes para la cena —dijo—. Yo...
Pero ni siquiera tuvo tiempo de alzar la cabeza. En alguna parte, a un lado, vio que el mundo brillaba y se incendiaba. No miró, pues sabía qué era, ni tampoco las otras, y en ese último instante los dedos de las tres siguieron volando. No miraron a un lado para ver qué le ocurría a la región, la ciudad, la casa, aun el porche. Se quedaron mirando los dibujos entre las manos revoloteantes.
La segunda mujer vio cómo se iba una flor bordada. Trató de bordarla de nuevo, pero se iba en seguida, y luego desaparecieron el camino y las briznas de hierba. Advirtió un fuego, que se movía lentamente casi, y se apoderaba de una casa bordada y le sacaba las tejas, y arrancaba una a una las hojas de un arbolito verde, y vio que el sol mismo se deshacía en la tela. Luego el fuego pasó a la punta de la aguja que relampagueaba aún; observó el fuego que le corría por los dedos, los brazos, el cuerpo, y le deshacía el hilado del ser, tan esmeradamente que ella podía apreciar toda su demoníaca belleza. Nunca supo qué le hacia el fuego a las otras mujeres o el mobiliario o el olmo del patio. Pues ahora, ¡sí, ahora!, le arrancaba el bordado blanco de la carne, el hilado rosa de las mejillas, y al fin le entraba en el corazón, una rosa blanda y roja cosida con fuego, y le quemaba los frescos, bordados y delicados pétalos, uno a uno...


El ruido de un trueno

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO.
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
—¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
—No garantizamos nada —dijo el oficial—, excepto los dinosaurios. —Se volvió—. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
—¡Infierno y condenación! —murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado—. Una verdadera máquina del tiempo. —Sacudió la cabeza—. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
—Sí —dijo el hombre detrás del escritorio—. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
—Matar mi dinosaurio.
—Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado.
—¡Trata de asustarme!
—Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
—Buena suerte —dijo el hombre detrás del mostrador—. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor.
—¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? —se oyó decir Eckels.
—Si da usted en el sitio preciso —dijo Travis por la radio del casco—. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
—Dios santo —dijo Eckels—. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
—Cristo no ha nacido aún —dijo Travis—. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
—Eso —señaló el señor Travis— es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
—Y eso —dijo— es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
—¿Por qué? —preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
—No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
—No me parece muy claro —dijo Eckels.
—Muy bien —continuó Travis—, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
—Entiendo.
—¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
—Bueno, ¿y eso qué? —inquirió Eckels.
—¿Eso qué? —gruñó suavemente Travis—. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
—Ya veo —dijo Eckels—. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
—Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
—¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
—Están marcados con pintura roja —dijo Travis—. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
—¿Para estudiarlos?
—Exactamente —dijo Travis—. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
—Pero si ustedes vinieron esta mañana —dijo Eckels ansiosamente—, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
—Eso hubiese sido una paradoja —habló Lesperance—. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
—Dejemos esto —dijo Travis con brusquedad—. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
—¡No haga eso! —dijo Travis.— ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
—¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
—Lesperance miró su reloj de pulsera.
—Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
—Qué raro —murmuró Eckels—. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
—¡Levanten el seguro, todos! —ordenó Travis—. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
—He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza —comentó Eckels—. Tiemblo como un niño.
—Ah —dijo Travis.
—Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
—Ahí adelante —susurró—. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros.
De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió Tyrannosaurus rex.
—Jesucristo —murmuró Eckels.
—¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
—¡Dios mío! —Eckels torció la boca—. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
—¡Chist! —Travis sacudió bruscamente la cabeza—. Todavía no nos vio.
—No es posible matarlo. —Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido—. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
—¡Cállese! —siseó Travis.
—Una pesadilla.
—Dé media vuelta —ordenó Travis—. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
—No imaginé que sería tan grande —dijo Eckels—. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
—¡Nos vio!
—¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
—Sáquenme de aquí —pidió Eckels—. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
—No corra —dijo Lesperance—. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina.
—Si.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
—¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies.
—¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
—Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
—Ahí está— Lesperance miró su reloj—. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
—¿Qué? — No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
—Lo siento —dijo al fin.
—¡Levántese! —gritó Travis.
Eckels se levantó.
—¡Vaya por ese sendero, solo! —agregó Travis, apuntando con el rifle—. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. —Espera...
—¡No te metas en esto! —Travis se sacudió apartando la mano—. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
—Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
—¿Cómo podemos saberlo? —gritó Travis—. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
—Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
—Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
—¡Eso no tiene sentido!
—El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
—No había por qué obligarlo a eso —dijo Lesperance.
—¿No? Es demasiado pronto para saberlo. —Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
—Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. —Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance—. Enciende. Volvamos a casa.
1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
—No me mire —gritó Eckels—. No hice nada.
—¿Quién puede decirlo?
—Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
—Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
—Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999. 2000. 2055.
La máquina se detuvo.
—Afuera —dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
—¿Todo bien aquí? —estalló.
—Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
—Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
—¿No me ha oído? —dijo Travis—. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO. S. A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTE NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI
USTE LO MATA.

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
—No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
—¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! —gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
—¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
—¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! —El oficial calló—. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
—¿No podríamos —se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina—, no podríamos llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.


El prado
(…)

—Y ahora vienen ustedes y lo derriban todo y dejan sólo ese mundo de afuera que no ha aprendido lo más elemental sobre la paz, lo que yo sé por haber vivido en esta tierra cercada de púas. Y ustedes vienen y lo destrozan todo y ya no hay más paz, en ninguna parte. Usted y sus demoledores tan orgullosos de sus demoliciones. ¡Destruyendo pueblos y ciudades y regiones enteras!
—Un hombre tiene que vivir —dice Kelly—. Tengo mujer e hijos.
—Eso dicen todos. Tienen mujer e hijos. Y siguen adelante, rompiendo, desgarrando, matando. ¡Tienen órdenes! Alguien lo ha mandado. ¡Tienen que hacerlo!
—¡Cállese y deme el martillo!
—¡No se acerque!
—Pero viejo loco..
—¡Este martillo no sirve sólo para clavar!
El viejo hace silbar el martillo en el aire; el demoledor salta hacia atrás.
—Demonios —dice Kelly—, ¡ha perdido la razón! Llamaré a los estudios centrales. Pronto vendrá la Policía. Dios mío, aquí está usted, construyendo cosas y diciendo locuras, ¿pero cómo sé que dentro de dos minutos no empezará a echar kerosene y encender fósforos?
—Yo no encendería ni un pedacito de leña en este lugar, y usted lo sabe —dice el viejo.
—Puede incendiar todo esto, demonios —dice Kelly—. Escuche, viejo, ¡no se mueva de aquí!
El demoledor da media vuelta y corre entre las aldeas y ciudades en ruinas y los somnolientos pueblos de dos dimensiones de aquel mundo nocturno, y cuando sus pisadas se apagan, se oye una música que el viento toca en los largos y plateados alambres de púa de la cerca, y el viejo martillea y martillea buscando maderas largas y alzando paredes hasta que jadea al fin, y siente que le estalla el corazón. Deja caer el martillo, y los clavos tintinean como monedas en el pavimento.
—Es inútil, es inútil —se dice el viejo a sí mismo—. No puedo levantarlo todo antes que vengan. Necesitaría que alguien me ayudara y no sé que hacer.
El viejo deja el martillo en el camino y echa a caminar sin dirección fija, sin propósito, sólo pensando que desea dar un último paseo, mirar todo por última vez y despedirse de todo lo que es o era posible despedirse en ese mundo. Y camina con las sombras alrededor y las sombras que cruzan aquella tierra donde se ha hecho tarde realmente, y las sombras son de todo tipo y especie y tamaño, sombras de edificios y sombras de gente. Y el viejo no las mira directamente, pues podrían desaparecer. No, camina nada más, y atraviesa Piccadilly Circus... el eco de sus pisadas... o la Rue de la Paix.. un carraspeo... o la Quinta Avenida... y no mira a la derecha o la izquierda. Y a su alrededor, en umbrales oscuros y ventanas vacías, están sus numerosos amigos, sus buenos amigos, sus muy buenos amigos. A lo lejos el siseo y el vapor y el suave murmullo de una máquina de caffe espresso toda plata y cromo, y dulces canciones italianas... el aleteo de unas manos en la oscuridad sobre las bocas abiertas de las balalaikas, un susurro de palmeras, un tamborileo y un repiqueteo y tintineo de campanas, y un sonido de manzanas que caen en la suave hierba nocturna y que es el movimiento de los pies desnudos de unas mujeres que bailan en círculos con el débil repiqueteo y el tintineo de las campanillas doradas. El crujido de granos de maíz triturados sobre negra piedra volcánica, el siseo de las tortillas sumergidas en aceite caliente, una boca que sopla y el abanico de una hoja de papaya y las chispas de mil luciérnagas se alzan desde unas brasas encendidas; en todas partes caras y formas, en todas partes movimientos y gestos y fuegos fantasmales que hacen flotar en el aire, como en un agua ardiente, las mágicas caras de color de antorcha de unas gitanas españolas, las bocas abiertas que gritan canciones que hablan de la rareza y la extrañeza y la tristeza de vivir. En todas partes sombras y gente, en todas partes gente y sombras y cantos.
¿Sólo eso tan común... el viento?
No. La gente está toda aquí. Están aquí desde hace muchos años. ¿Y mañana?
El viejo se detiene, y se lleva las manos al pecho. No estarán más.

(…)

—Mire. Como dije antes, usted llegó aquí hace años, dio una palmada, ¡y se alzaron trescientas ciudades! Luego añadió usted medio millar de otras naciones y estados y gentes y religiones y sistemas políticos entre los límites de la cerca de alambre. ¡Y las dificultades aparecieron! Oh, nada que uno pudiese ver. Todo estaba en el viento y los espacios intermedios. Pero eran las mismas dificultades del mundo de afuera: riñas y tumultos y guerras invisibles. Pero al fin las dificultades desaparecieron. ¿Quiere saber por qué?
—Si no lo quisiera no estaría aquí helándome.
Un poco de música nocturna, por favor, piensa el viejo, y mueve la mano en el aire como si tocase una hermosa música, la más indicada para acompañar lo que quiere decir.
—Porque usted unió Boston a Trinidad —dice suavemente—, y parte de Trinidad se metió en Lisboa, y parte de Lisboa entró en Alejandría, y Alejandría se unió a Shanghai con unos cuantos clavos y clavijas, y lo mismo Chattanoga, Oshkosh, Oslo, Sweet Water, Soissons, Beirut, Bombay y Port Arthur. Usted dispara contra alguien en Nueva York y el hombre se tambalea y cae muerto en Atenas. Usted recibe un soborno político en Chicago y alguien es encarcelado en Londres. Usted cuelga un negro en Alabama y tienen que enterrarlo en Hungría. Los judíos muertos de Polonia llenan las calles de Sidney, Portland y Tokio. Le clava un cuchillo en el estómago a un hombre en Berlín y le sale por la espalda a un granjero de Memphis. Todo está cerca, tan cerca. Por eso hay paz aquí. Estamos tan apretados, que tiene que haber paz, o nada quedaría en pie. Un incendio nos destruiría a todos, y no importaría quien lo provocara, o por qué. Así que esta gente, los recuerdos, o como quiera llamarlo, que están aquí, viven tranquilos, y este es su mundo, un buen mundo, un magnífico mundo.
El viejo se detiene, se pasa la lengua por los labios y toma aliento.
—Y mañana —dice— usted va a destruirlo.
El viejo se queda en cuclillas un rato más, luego se incorpora y contempla las ciudades y las mil sombras de esas ciudades. La gran catedral de yeso cruje y se balancea en el aire de la noche, hacia adelante y hacia atrás, con las mareas del verano.


Minotauro, 1982: Buenos Aires.