4.1.12

Hacedor de estrellas/Olaf Stapledon


Nota preliminar
Soy un chapucero congénito, protegido (¿o estropeado?) por el sistema capitalista. Sólo ahora al cabo de medio siglo de esfuerzo, he empezado a aprender a desempeñarme. Mi niñez duró unos veinticinco años; la moldearon el canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y la Universidad de Oxford. Ensayé diversas carreras y periódicamente hube de huir ante el inminente desastre. Maestro de escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la Escritura, la víspera de la lección de historia sagrada. En una oficina, de Liverpool eché a perder listas de cargas: en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo: peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas de las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana... Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con una sonrisa que el otro pisa la sepultura.


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Pero, irracionalmente, sentí en mí una rara reverencia, no hacia el astro, un simple fuego que la distancia santificaba falsamente, sino hacia otra cosa, algo que mi corazón descubría en aquel terrible contraste entre la estrella y nosotros. Sin embargo, ¿qué podía ser eso? La inteligencia, mirando más allá del astro, no descubría ningún Hacedor de Estrellas, sólo oscuridad; ningún Amor, ningún Poder siquiera, sólo nada. Y sin embargo, el corazón parecía cantar una alabanza.

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La admiración y el asombro borraban toda ansiedad personal; la pura belleza de nuestro planeta me sorprendía. Era una perla enorme, montada en ébano estrellado. Era nácar, era ópalo. No, era algo más hermoso que ninguna joya, de dibujados colores, sutiles, etéreos. Tenía la delicadeza, y el brillo, la complejidad y la armonía de una cosa viva. Era raro que yo sintiese desde tan lejos, como nunca había sentido antes, la presencia vital de la Tierra; una criatura viva, pero dormida, que anhelaba oscuramente despertar.

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La música, tal como la conocemos nosotros, nunca se desarrolló en ese mundo.

En compensación, el olfato y el gusto se habían desarrollado de un modo asombroso. Estas criaturas gustaban las cosas no solo con la boca, sino también con las húmedas manos negras y con los pies. Tenían así una experiencia del planeta extraordinariamente rica e íntima. El gusto de los metales y las maderas, de las tierras dulces o amargas, de las piedras, los innumerables sabores suaves o fuertes de las plantas que aplastaban los pies desnudos formaban en su totalidad un mundo desconocido para el hombre terrestre.
Los genitales estaban también equipados con órganos del gusto. Había distintas sustancias químicas en hombres y mujeres, todas poderosamente atractivas para el sexo opuesto. Eran saboreadas débilmente con el contacto de los pies o las manos en cualquier parte del cuerpo, y con exquisita intensidad en la copulación.

Esta sorprendente riqueza de la experiencia gustativa me hizo muy difícil entrar totalmente en los pensamientos de los Otros Hombres. El gusto desempeñaba una parte tan importante en sus imágenes y conceptos como la vista entre nosotros. Muchas ideas que los terrestres habían alcanzado gracias a la vista, y que aún en su forma más abstracta conservan huellas de su origen visual, eran concebidas por los Otros Hombres en términos de gusto. Por ejemplo, nuestro "brillante", que aplicamos a personas o ideas, era para ellos una palabra con el significado literal de "sabroso".


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Era una experiencia muy rara encontrarse en las profundidades del espacio, rodeado solo por la oscuridad y las estrellas, y sin embargo en estrecho contacto personal con un compañero invisible. Mientras las deslumbrantes lámparas del cielo pasaban a nuestro lado, podíamos hablarnos de nuestras experiencias, o discutir nuestros planes, o compartir los recuerdos de nuestros planetas. A veces usábamos mi lenguaje, a veces el suyo. A veces no necesitábamos palabras, y nos bastaba compartir esas imágenes que fluían en nuestras dos mentes.

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En verdad, en algún sentido que no puedo describir con precisión, nuestra unión mental resultó en la aparición de una tercera mente, intermitente aún, pero de una conciencia mucho más sutil que la de cualquiera de los dos en estado normal. Cada uno de nosotros, o mejor dicho los dos juntos, "despertábamos" de cuando en cuando para ser este espíritu superior. Todas las experiencias de uno adquirían un nuevo significado a la luz del otro; y nuestras dos mentes eran una mente nueva, más penetrante, más consciente. En este estado de elevada lucidez nosotros (es decir, el nuevo yo) empezamos a explorar deliberadamente las posibilidades psicológicas de otros tipos de mundos y seres inteligentes.

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Amar es querer la realización personal del bien amado, y descubrir, en la misma actividad de amar, un acrecentamiento del yo, incidental, pero vitalizador. Por otra parte, ser fiel a uno mismo, hasta la total potencialidad del yo, implica el acto de amar. Exige la disciplina del ser privado, en beneficio del ser mayor que abarca la comunidad entera y la realización del espíritu de la raza.

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A pesar de la posibilidad de mutua ayuda, las dos razas lucharon por el total exterminio de la otra, y casi tuvieron éxito. Luego de una época de ciega y mutua carnicería, algunas de las menos belicosas y más flexibles variedades de las dos especies descubrieron gradualmente los beneficios de la fraternización con el enemigo. Este fue el principio de una relación muy notable. Pronto los aracnoides aprendieron a cabalgar en los lomos de los rápidos ictioideos, y pudieron llegar así a más remotos campos de caza.

 Pasaron las edades y las dos especies se moldearon mutuamente para formar una bien integrada unión. El pequeño aracnoide, no mayor que un chimpancé, se instaló en un cómodo hueco detrás del cráneo del "pez", y su espalda se acomodó aerodinámicamente a los contornos de la criatura mayor. Los tentáculos del ictioideo se habían especializado en trabajos rudos, los del aracnoide en tareas minuciosas. Las dos criaturas desarrollaron asimismo una interdependencia bioquímica. A través de una membrana del lomo del ictioideo se producía un intercambio de productos endocrinos. Este mecanismo permitía al aracnoide transformarse en un animal totalmente acuático. Mientras estuviese en contacto con su huésped podía permanecer bajo el agua el tiempo que quisiese y descender a cualquier profundidad. Había también entre las dos especies una asombrosa adaptación mental. Los ictioideos se hicieron en general más introvertidos, los aracnoides más extravertidos.

Los jóvenes de ambas especies vivían libremente hasta la pubertad, pero cuando empezaban a desarrollar su organización simbiótica buscaban un compañero de la otra especie. La unión duraba toda la vida, y era interrumpida solo por breves relaciones sexuales. La simbiosis misma era una especie de sexualidad contrapuntística, pero una sexualidad de orden puramente mental, ya que, por supuesto, para la copulación o la reproducción cada individuo debía buscar a un compañero o compañera de su propia especie. Descubrimos sin embargo que aun en esta relación simbiótica la pareja estaba formada invariablemente por un macho de una especie y una hembra de la otra; y el macho, cualquiera fuese su especie, demostraba una devoción paternal por los hijos de su simbiótica compañera.

No tengo espacio para describir la extraordinaria reciprocidad mental de estas raras parejas. Solo puedo decir que aunque las dos especies eran muy diferentes en equipos sensorios y temperamento, y aunque en algunos casos anormales se producían conflictos trágicos, comúnmente la relación simbiótica era más íntima que la del matrimonio humano y abría a la vez horizontes más amplios al individuo que cualquier amistad entre miembros de las distintas razas humanas.

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Y con una pasión irracional buscábamos constantemente en cada menudo acontecimiento particular del cosmos la forma verdadera de esa infinitud que a falta de un nombre más exacto llamábamos el Hacedor de Estrellas. Pero, por más que buscáramos, no encontrábamos nada. Aunque en la totalidad de las cosas, y en cada cosa en particular, nos enfrentáramos con la temida presencia, su misma infinitud nos impedía que le asignáramos una forma cualquiera.

A veces nos inclinábamos a concebirlo como puro Poder, y le atribuíamos la imagen de las miríadas de divinidades del poder que habíamos conocido en tantos mundos. A veces lo concebíamos como pura Razón, y pensábamos que el cosmos era solo el ejercicio de un divino matemático. A veces nos parecía que su esencia era el Amor, y lo imaginábamos con las formas de todos los Cristos de todos los mundos, los Cristos humanos, los Cristos equinodermos y nautiloides, el Cristo dual de los simbióticos, el Cristo enjambre de los insectoideos. Pero también se nos revelaba como Creatividad irracional, a la vez ciega y sutil, tierna y cruel, con el solo cuidado de producir una infinita variedad de seres, concibiendo aquí y allí entre mil inanidades una frágil maravilla. Cuidaba a ésta durante un tiempo con maternal solicitud, hasta que al fin repentinamente celoso ante la excelencia de su propia creación, destruía su obra.

Pero sabíamos muy bien que todas estas ficciones eran falsas. La sentida presencia del Hacedor de Estrellas seguía siendo inteligible, aunque iluminaba cada vez más el cosmos, como el esplendor de un sol invisible a la hora del alba.


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"Antes que empiece la vida -decían-, debe haber toda una vida de infancia."

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La gran mayoría de los mundos de la Liga, atrapados, y aparentemente sin esperanzas de escapar, llegaron a la desesperada creencia de que el espíritu que ellos habían concebido como divino, el espíritu que anhela comunidad verdadera y despertar verdadero, no estaba al fin y al cabo destinado a triunfar, y no era por lo tanto el espíritu esencial del cosmos. El ciego azar, se dijo, gobernaba todas las cosas; o quizá una inteligencia diabólica. Algunos llegaron a imaginar que el Hacedor de Estrellas había creado para satisfacer el placer de destruir.

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La existencia de los ictioideos era en verdad extraña, pues vivían a la vez prisioneros y libres. Un ictioideo nunca dejaba su océano nativo, pero mantenía relación telepática con la totalidad de la raza simbiótica de la subgalaxia. Además, la única forma de actividad práctica que llevaban a cabo los ictioideos era la astronomía. Inmediatamente debajo de la vítrea corteza colgaban observatorios donde los astrónomos nadadores estudiaban la constitución de las estrellas y la distribución de las galaxias.

Los mundos "pecera" fueron de transición. Poco ante de la época de los imperios enloquecidos los simbióticos iniciaron nuevas investigaciones tratando de producir un mundo que fuese un organismo físico. Luego de edades de experimentos crearon un mundo "pecera" donde todo el océano estaba cruzado por una red fija de ictioideos en mutua y directa conexión neural.

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Nos costó entender la fuente de esta rara ecuanimidad. Tanto espectadores como víctimas estaban tan absorbidos en investigaciones cosmológicas, eran tan conscientes de la riqueza y potencialidad del cosmos, y estaban tan poseídos sobre todo por la contemplación espiritual, que la perspectiva de la destrucción era juzgada, aun por las mismas víctimas, desde un punto de vista que los hombres llamarían divino. Aquella alegre exaltación y aquella aparente frivolidad tenían sus raíces en el hecho de que para ellos la vida personal y aun la vida y la muerte de mundos individuales eran temas vitales que contribuían a la vida del cosmos. Desde el punto de vista cósmico, el desastre no era, al fin y al cabo, más que un asunto muy pequeño, aunque amargo. Además, si por el sacrificio de otro grupo de mundos, aun de mundos espléndidamente despiertos, se alcanzaba una mas alta comprensión de la demencia de los imperios enloquecidos, el sacrificio valía la pena.

(…)

Nuestro grupo, distribuido por toda la galaxia durante tantos eones, había mantenido dificultosamente la unidad de su mente comunitaria. En todo tiempo "nosotros", a pesar de nuestra pluralidad, habíamos sido en verdad "yo", el simple observador de muchos mundos; pero el mantenimiento de esta identidad se estaba convirtiendo ella misma en un duro trabajo. El "yo" estaba abrumado por la falta de sueño; el múltiple "nosotros" anhelaba los pequeños mundos natales, las madrigueras, y ese embotamiento animal que nos había separado de todas las inmensidades.

(…)


En todos los mundos encontramos una convicción muy profunda: la de la pequeñez e impotencia de los seres finitos, cualquiera fuese su nivel. En cierto mundo había una criatura que podríamos llamar un poeta. Le hablamos de nuestra concepción de la meta cósmica, y él nos dijo: "Cuando el cosmos despierte, si despierta, descubrirá que no es la criatura amada de su creador, sino una mera burbuja que flota a la deriva en el ilimitado e insondable océano del ser".

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El espíritu meditaba. Aunque infinito y eterno, se había limitado a sí mismo dándose un ser, finito y temporal, y meditaba en un pasado que no le satisfacía. Estaba descontento de alguna creación pasada, oculta para mí; y estaba descontento asimismo de su propia naturaleza pasajera. El descontento impulso el espíritu a una nueva creación.

*

Vi en mi imaginación, por encima de nuestra colina, las otras colinas más lejanas e invisibles. Vi las llanuras y los bosques y todos los campos con sus miríadas de briznas. Vi la tierra que se curvaba en el horizonte, como el hombro del planeta. Una red de caminos, cañerías de acero y alambres zumbantes unían las villas: gotas de niebla en una telaraña. Aquí y allí una ciudad se abría en una expansión de luz, una nublada luminosidad, rociada de estrellas.

Mas allá de las llanuras, Londres, con sus luces de neón, era una platina de microscopio sacada de unas aguas putrefactas y poblada de ruidosos animálculos. ¡Animálculos! Desde una perspectiva estelar, estas criaturas no eran realmente sino sabandijas minúsculas, y sin embargo para ellas mismas, y a veces para sus semejantes, eran mas reales que todas las estrellas.

Mirando mas allá de Londres, mi imaginación vislumbró la pálida extensión del Canal, y luego la totalidad de Europa, una tela emparchada de campos de labranza y somnoliento industrialismo. Mas allá de los álamos de Normandía se extendía Paris, con las torres de Notre-Dame ligeramente inclinadas a causa de la curvatura de la Tierra. Mas allá aún, la noche española ardía con el asesinato de las ciudades. A la izquierda se extendía Alemania, con fábricas y bosques, y música, y cascos de acero. Me pareció ver en las plazas de las catedrales a miles de jóvenes alineados, exaltados, poseídos, saludando al Führer bañado por los reflectores. En Italia también, tierra de recuerdos e ilusiones, el ídolo de las multitudes subyugaba a los jóvenes.

Otra vez a la izquierda, Rusia, un segmento apreciablemente convexo del globo, de una palidez nívea en la oscuridad, extendido bajo las estrellas y los caminos de las nubes. Vi las torres del Kremlin, en la plaza Roja. Allí descansaba Lenin, victorioso. Mas lejos, al pie de los Urales, la imaginación descubrió los plumajes rojos y el palio de humo de las ciudades industriales. Luego los montes, donde asomaba el alba, pues el día, en mi medianoche, estaba ya vertiéndose hacia el oeste a lo largo de Asia, adelantándose con su frente de oro y rosa a la diminuta oruga humeante del expreso transiberiano. En el norte, el Ártico, duro como el hierro, oprimía a sus exiliados. Al sur se extendían los valles y llanuras que en otro tiempo habían acunado a nuestra especie. Pero ahora unas vías de ferrocarril cruzaban la nieve. En todas las aldeas unos niños asiáticos despertaban a otro día de escuela, y a la leyenda de Lenin. En el sur otra vez, los Himalayas, cubiertos de nieve desde la cintura a la cresta. Miré las multitudes de las estribaciones y me interne entre las multitudes de la India. Vi las plantas de algodón que bailaban al viento, y el trigo, y el río sagrado que llevaba las aguas del Kamet entre los arrozales y por los remansos infestados de cocodrilos, y cruzaba Calcuta, con sus naves y oficinas, hacia el mar. Desde mi medianoche mire China. El sol de la mañana se reflejaba en los campos inundados y doraba las tumbas ancestrales. El Yang Tse, un río brillante y retorcido, corría por su desfiladero. Mas allá de los montes de Corea, del otro lado del mar, se alzaba el Fujiyama, extinto y formal. Alrededor una población volcánica se apretaba en las tierras estrechas como lava en un cráter. Ya se derramaba por el Asia una inundación de ejércitos y mercaderes.

Mi imaginación retrocedió y se volvió hacia el África. Vi el canal de agua fabricado por las manos del hombre que unía Oriente y Occidente. Luego los minaretes, las pirámides, la Esfinge que esperaba siempre. En la antigua Menfis se oía un eco de rumores industriales. Hacia el sur, unos hombres negros dormían a orillas de grandes lagos. Tropas de elefantes aplastaban las cosechas. Mas lejos aún, donde los holandeses y los ingleses aprovechaban los esfuerzos de millones de negros, unos vagos sueños de libertad agitaban a las multitudes.

Mirando por encima del continente, mas allá de las mesetas coronadas de nubes, vi los mares del sur, ennegrecidos por las tormentas, y luego los acantilados de hielo con sus focas y pingüinos y los altos campos de nieve del continente despoblado. Mi imaginación enfrentó el sol de medianoche, cruzó el polo y dejó atrás el monte Erebus que vomitaba lava sobre su armiño. Fue hacia el norte, por el mar de verano, pasó sobre Nueva Zelanda, esa Bretaña más libre pero menos consciente, y sobre Australia donde unos jinetes de ojos claros arriaban sus ganados.

Aún mirando al este desde mi colina, vi el Pacífico, sembrado de islas, y luego las Américas, donde en otro tiempo los descendientes de Europa habían dominado a los descendientes de Asia mediante la prioridad en el empleo de los fusiles y la arrogancia que dan las armas de fuego. A lo largo del otro océano, hacia el norte y hacia el sur, se extendía el Nuevo Mundo, el Río de la Plata, y Río de Janeiro, las ciudades de Nueva Inglaterra, centros radiantes del nuevo estilo de vida y pensamiento. Nueva York se alzaba oscuramente en el cielo de la tarde: un enjambre de altos cristales, una acumulación de megalitos modernos. Alrededor, como peces que mordisquean a los pies de los cargueros, se apretaban los grandes transatlánticos. Los vi también en allá mar, y los barcos de carga marchaban en el crepúsculo con los ojos de buey y las ventanillas iluminadas. Los fogoneros sudaban delante de los hornos, los vigías se estremecían en los mástiles, la música de baile era arrastrada por el viento.

Vi todo el planeta, el grano de arena, con sus atareados enjambres, como un circo donde los antagonistas cósmicos, dos espíritus, estaban preparándose ya para una lucha crítica, asumiendo disfraces terrestres y locales, enfrentándose en nuestras mentes despiertas a medias. En una ciudad tras otra, en un pueblo tras otro, y en innumerables granjas solitarias, quintas, cabañas, chozas, en todos los agujeros donde las criaturas humanas se preocupaban por sus comodidades, escapatorias y triunfos pequeños, fermentaba la gran lucha de nuestra época.

Una voluntad se alzaba como un desafío en nombre de un mundo nuevo, anhelado, razonable y gozoso, en el que todo hombre y toda mujer tendrían la posibilidad de vivir plenamente, y de vivir al servicio de la humanidad. La otra parecía ser esencialmente el miedo o lo desconocido, ¿o era algo más misterioso? ¿Podría ser una voluntad de dominio que fomentaba para sus propios fines la pasión de la tribu, arcaica, vengadora y enemiga de la razón?

¿Cómo enfrentar una época semejante? ¿Cómo alimentar el coraje cuando solo se es capaz de virtudes domésticas? ¿Cómo preservar a la vez la integridad de la mente, y no permitir nunca que la lucha destruya en el propio corazón lo que se quiere realizar en el mundo, la integridad del espíritu?

Dos luces como guías. La primera, nuestro átomo, resplandeciente de comunidad, con todo lo que esto significa. La segunda, la luz fría de las estrellas; símbolo de la realidad hipercósmica, con sus éxtasis cristalino. Curiosamente, en esta luz, en la que el amor mas alto es tasado fríamente, y en la que aun la posible derrota de nuestro mundo despierto a medias es contemplada sin remisión de alabanza, la crisis humana alcanza mayor significado. Es raro que parezca más urgente, y no menos, participar en esta lucha, este breve esfuerzo de criaturas microscópicas que tratan de ganar para su raza algún acrecentamiento de lucidez, antes de la oscuridad última.






Una nota sobre magnitudes

La inmensidad no es en sí misma algo bueno. Un hombre vivo vale más que una galaxia sin vida. Pero la inmensidad tiene una importancia indirecta en tanto facilita la riqueza mental y la diversidad. Por supuesto, las cosas son grandes o pequeñas en relación con alguna otra. Decir que un cosmos es grande equivale a decir que comparado con él alguno de sus componentes es pequeño. Decir que su carrera es larga equivale a decir que contiene muchos acontecimientos en su interior. Pero aunque la inmensidad temporal y espacial de un cosmos no tenga mérito intrínseco, es el terreno donde puede crecer lo psíquico, para todos nosotros un valor. La inmensidad física abre la posibilidad de una vasta complejidad física, y esto permite a su vez la aparición de organismos de mente compleja. Esto es cierto por lo menos en un cosmos como el nuestro, donde la mente está condicionada por lo físico.




Minotauro, 1997.