29.12.10

Misteriosa Buenos Aires/Manuel Mujica Láinez


La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con sus brazos la cintura de madera. Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.

Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados. Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.

Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.

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*

Si Margarita prefiere trepar a la copa del naranjo a departir inútilmente con las señoras, eso es asunto suyo. Fernán la comprenderá, porque no por nada son ambos casi niños y los niños se entienden.
Se torna hacia él y en el instante en que va a hablar algo se desprende de la muralla y revolotea sobre sus bucles.
Es un murciélago, negro, peludo, y la pequeña grita de terror. De un brinco, el paje lo espanta. La tiene en sus brazos, trémula, y aprovecha la confusión para ceñirla, para apretar como al descuido con sus manos ávidas esos pechos cuyo nacimiento se insinúa en la gracia de la curva y del hueco breve. Sólo unos segundos dura la escena, pero ello basta. Margarita rechaza a su compañero con un ademán imperioso. Por primera vez ha tenido conciencia de sus senos, de lo que ellos significan. Encendida como una manzana de su huerto, escapa hacia el estrado.
(...)
En cuanto entra la jovencita, los contertulios de percatan de que algo ha acontecido. Es algo muy sutil, algo como un cambio en la atmósfera, como si a la atmósfera se hubiera añadido un elemento nuevo, impalpable y rico.
Margarita pone ambas manos en la armazón de su falda majestuosa y se inclina como un menina de palacio, para hacer la reverencia más perfecta del mundo. don Jacinto de Lariz tuerce la ceja, asombrado, y chasquea la lengua. Se calza los anteojos de cuerno: ¿qué le ha pasado a la niña, a esta niña blanca y rosa, repentinamente deseable, acariciable, adorable?
El paje circula con los refrescos y los vasos que se entrechocan como si quisieran bailar sobre la bandeja labrada.

Ediciones Folio, 2004.