11.7.10

Locus desperatio

Océano



Si fuera pecado ser cuerpo, qué delicia ser hereje: ser hereje contigo (tú, océano) con tus manos que son mareas que son anzuelos (me trepan, me inundan) y tu caminar en oleadas -en cuartos crecientes.

(Eres fuego, atraviésame.)
Me atraes, sin mover un dedo.

Tu boca abre heridas en mi cuerpo -heridas que no cierran: soy un algo abierto, un algo que se extiende.

Me contienes, me abarcas, me arrastras en tu rugido, en nuestra embriaguez compartida, en nuestro afán por detener el tiempo.

No soy más que ritmo: no siento, me fundo;
                                   no soy, me extiendo:
                                   no hablo, resueno.


El Laniparino


Un laniparino se colocó con cuidado en el borde de la ventana. Miró al frente con determinación, frotó sus manos una con otra mientras asentía con la cabeza y respiró profundamente. Después se aventó. A la nada. En realidad, la ventana estaba a sólo tres metros del suelo, pero los laniparinos no suelen ser más grandes que la cabeza de un alfiler. Entonces, para un laniparino, lanzarse tres metros en caída libre equivaldría casi a una muerte segura, si no fuera porque se trata de fierecillas muy deportistas, que gustan de surfear en los rayos de sol. El laniparino en cuestión lo hizo con una precisión inigualable. Con extrema seriedad y profesionalismo, como el caso lo ameritaba. Se deslizó con maestría de un rayo a otro, evitando las zonas sombrías y los peligrosos claroscuros, hasta llegar al suelo con un brinquito suave. El laniparino se quedó unos instantes de pie; luego estornudó, dio media vuelta y se alejó gruñendo.



Parumbo violinista


¡Querido parumbo! En el nombre sonoro traías ya la alegría. Ese nombre tuyo, parumbo, que resuena como tambores de fiesta. Eres un acorde con patas, sólo hacía falta darse cuenta. Te estrellas de frente contra la vida, sí, pero cada choque es una nota y tu existencia triste es una sinfonía. Caminando por el lodo, solitario, encontraste un violín y aprendiste a sacarle sonidos. Aprendiste a rascarlo, a agitar el aire dentro de su cuerpo de madera y a dejar que ese aire escapara en gemidos y en voces y que entrara, a su vez, a agitar el aire de los oídos de cualquier paseante. Eres un hermoso fracaso pequeñito que sabe tocar el violín. Eres todo deseo, parumbo, y aunque tu deseo no se satisfaga nunca, cada tambaleante pasito que das hace un sonido como de violonchelo. Y uno aprende a encontrarles el gusto, aunque vayan en la dirección equivocada. No hay dirección, parumbo, no hay escapatoria, ¡pero tus pasos despiden canciones, tus pasos se quejan y ríen, mienten y esperan! ¡Cantas, querido engendro, señal de que te dejas atravesar por el mundo! Con ese violín, eres capaz de decir lo que siente tu cuerpo nomás por tener en medio de la cara un par de agujeros, dos ojos abiertos. ¡Celebra el vacío, parumbo, canta el silencioso y simple existir de las cosas! ¡Canta, triste parumbo, que la vida es música!


¡no me pude resistir! todos tenemos un parumbo acechando el arrastre de nuestros pasos.