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La ironía del arte contemporáneo radica en que, cuanto más el mercado ha logrado posar sus ojos en él, más parece extinguirse por exceso de trivialidad, conformismo y carencia de seducción, diluyéndose en unas reglas que no son las del artista sino las que rigen los vaivenes de la demanda. Ese artista ha perdido soberanía y vitalidad, y se ha convertido en sujeto dependiente de la avidez de un coleccionismo oscuro y de la insaciable voracidad del mercado.
Al coleccionista tradicional se le han sumado nuevos mecenas provenientes del mundo financiero, lo que acaso logre explicar la desmesurada burbuja internacional de los valores del arte. La expansión económica del sector financiero, su disponibilidad de dinero en busca de posibles inversiones alternativas, la escasez de obras de grandes artistas clásicos, que hacen elevar los valores de los contemporáneos, y la avidez por el arte de nuevos consumidores —entre los que se encuentran infinidad de magnates de diverso origen— han hecho disparar al infinito la cotización de las obras. Por todas partes proliferan galerías, nuevos museos, bienales, colecciones, ferias. El arte, ¿está de remate?, ¿o son los coletazos que anteceden a su extinción?
La fascinación que ejerce el arte en algunos sectores remite a un cierto tipo de esnobismo, a ratificar un status socioeconómico, a sentar un prestigio más producto del poderío financiero que de la condición de consumidor cultural. Es una lógica de la banalidad, de la fatuidad que vacía el sentido del arte y cosifica su esencia, y la del artista. Lo que no es banal es la cantidad de dinero que circula en su entorno institucional, y que acaso haga perder por un instante el sentido de esa fatuidad.
La sensación de que la globalización del mercado del arte recorta subjetividades y principios del artista está ligada a la inserción de la producción artística en ese mercado. La multiplicación de encuentros artísticos celebrados periódicamente en diferentes ciudades del mundo —afirma la crítica de arte Andrea Giunta— e inicialmente vinculados a la representación de las naciones se liga, cada vez más, a la figura del «curador»: no son ya los países los que envían a los representantes de su arte sino que son, precisamente, estos curadores, deslocalizados de las naciones, los que definen las listas de «artistas-participantes-invitados». Es lo que convierte a las bienales en espacios de negociación de agendas, representaciones, mercados y prestigios del capital artístico global. El artista bienalizado es, así, el cosmopolita, absorbido por la globalización del mercado.
El consumidor de arte pone hoy sus reglas. De este modo, el artista actual es dependiente del cliente, y si no responde al gusto del coleccionista queda excluido del mercado. Así, la libertad creativa cede paso a la producción de arte tal como en las líneas de montaje, una creación seriada y uniforme que vincula al artista con un proletario que fabrica mercancías para un consumo estandarizado.
El artista se ha convertido él mismo en minimalista, un productor sin identidad, que ha perdido todo referente subjetivo y se ha deslocalizado. Así como su obra ha pasado a ser insustancial, carente de metáfora y seducción, y sólo entra en juego con la distribución de los objetos en el espacio —como en la decoración de una casa— él mismo ha pasado a ser un objeto decorativo en la creciente institución capitalista del arte.
Existe un nuevo coleccionismo que muestra una notable avidez de consumo. ¿Una moda, impulsada por la promoción del mercado y el boommundial de las ferias? Pero este coleccionismo de nuevo cuño está impulsado por magnates financieros que invierten —al igual que en bonos o acciones de la Bolsa— en el mercado del arte. Incluso, han aparecido fondos de inversión grupales, gestionados por sociedades de nuevos compradores que apuestan, entre otras inversiones, al consumo de obras artísticas. Esto ha hecho crecer la burbuja del coleccionismo en el mercado mundial, y la fiebre se asemeja al desenfreno en la especulación financiera. ¿Habrá un desplome de la cotización, un crack como en Wall Street, de los valores del «arte contemporáneo»?
Este arte se ha puesto de moda, impulsado por una política mundial que intenta expandir y promover la etiqueta «arte contemporáneo», y que incluye a curadores, galeristas, empresarios y hasta críticos de arte. El artista plástico Enio Iommi ironiza sobre su significado: «Hoy creemos que el arte es doblar un alambre y ya está, y si está hecho hace una hora, mejor: ese es el sentido del arte contemporáneo», y llega a un punto álgido: «es como el yuyo, está por todos lados, esta es su desgracia». Y es que, en realidad, asistimos a una estetización a gran escala de todos los eventos de la sociedad, de la vida cotidiana y la cultura, hasta del terrorismo y la represión (¿el arte no debe reflejar también esos momentos?). Parece en verdad una democratización del arte y la cultura cuando lo que subyace es lo trivial disfrazado de profundidad. Aquella estetización parece haberse banalizado, porque las subjetividades han desaparecido, barridas por el «todo vale» del arte globalizado.
El arte contemporáneo ha perdido de vista toda referencia de juicio estético, el parámetro a partir del cual medir el grado de esteticidad. Si el mundo va hacia una cotidianización del arte cuya intención es estetizar hasta sus objetos más triviales, ese arte se ha volcado «hacia una forma ritual de suicidio —afirmó Jean Baudrillard— en la que lo banal aumenta su escala, y termina siendo lo más importante, porque ha sido “sacralizado”».
En tanto el móvil de la demanda de arte sea la especulación, la lógica del mercado irá degradando al artista que, convertido en mero empresario, decorador o agente de bolsa, recortará su soberanía e identidad creativas. De este modo, el «arte contemporáneo» se asemejará a un reality show, a un espectáculo de vanidades, protagonizado por un artista despojado de su esencia, los intermediarios en el circuito financiero y la avidez de un consumidor fascinado por la banalidad.
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Imágenes del artículo: Pedro M. Martínez