Febrero,
en algún lugar de Sudamérica;
quisiera ver la escena,
sorberla hasta quedar beodo,
hilarante, riéndome del acontecimiento,
creyendo que las chicharras
batían las alas por mí,
un pequeño niño en brazos de una mujer
desprendiéndose del fruto,
sin dejar un adiós atrás;
quisiera ver el cuadro,
la piedad que construiría
la simiente de este hombre de hoy,
de perder una,
a un ejército de madres,
un sudario de vidas,
escultoras de la estatua que era
ese aprendiz de poeta
en alguna parte
de todos los mundos inventados,
listo para ser diferente,
como el gusano dentro del capullo,
era un paisaje surrealista,
el amor que pudo vencer la batalla,
la bondad de mi nueva madre,
la única, la jefa de ese batallón,
la musa que movió los días
y los cuadernos que me compraba
para que dibujara lazos cual si fueran letras,
sus manos sobre la masa del pan,
aquellos pasos míos que se resistieron a ser dados,
aquellas historias que solía inventarme
como si un cachorro pudiera,
tan pequeño, ser utópico,
un obstinado por descubrir que el mundo
siempre puede ser diferente,
y aquel momento, trillado
visto muchas veces
en ciento de novelas
y sagas de viejas culturas extintas
sólo es una tierna parte de mi vida
que empezó un día de febrero
con cigarras en una dulce sinfonía.
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