Guatemala, octubre 2010
En Estados Unidos no hay golpes de Estado…
porque no hay embajada norteamericana.
En la antigüedad clásica del imperio griego la ciudad de Esparta fue legendaria por sus guerreros. Legendaria también era la forma en que también los mismos se preparaban: entre otras cosas, debían pasar un día entero sosteniendo el escudo en posición de defensa, sin moverse. Eso templaba el espíritu para la lucha. No hay dudas que el ejercicio en cuestión daba resultado. La capacidad de los espartanos en el combate —evidentemente, muy buenos alumnos— hasta el día de la fecha sigue siendo proverbial; a nadie se le ocurriría, por cierto, pedirle que filosofaran como sus vecinos los atenienses. Ellos no estudiaban para eso. Pero sí fueron un modelo de soldado abnegado, obediente y disciplinado. Dicho de otro modo: cada uno en lo suyo. Esparta en la guerra, Atenas en la filosofía y en las artes.
Los militares latinoamericanos, desde que existen los Estados nacionales por esta parte del mundo —no más de dos siglos— se han dedica do a su profesión, la guerra, claro está; pero en muy buena medida a un tipo de guerra bastante peculiar: las guerras civiles. En el transcurso del siglo xx hubo pocas guerras interestatales en la región; la función de las fuerzas armadas se vio dirigida básicamente a la represión; interna.
Como parte de la Guerra Fría (la tercera guerra mundial, como se la llamó), prácticamente todos los países del área latinoamericana vivieron guerras internas insurgentes y contrainsurgentes. Con distintas insurgentes modalidades —urbanas, campesinas, con mayor o menor involucramiento de la población civil— en urbanas, civil todo el subcontinente, entre las décadas de los 60 y los 80, tuvieron lugar feroces procesos de militarización. A la proclama revolucionaria siguieron invariablemente atroces respuestas represivas.
La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados nacionales a través de sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en evidencia dos cosas: por un lado ratifica qué son en verdad las maquinarias estatales («violencia de clase organizada», según la clásica definición leninista de 1917), a favor de qué proyecto se establecen y perpetúan (obviamente no es con el campo popular). Y por otrolado, desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos reprimieron el proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el real poder que usó la fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece en escena. Los militares —buenos alumnos— pusieron en práctica aquello que se les enseñó.
Hoy día, terminada la Guerra Fría y el «peligro comunista», dado que las sociedades fueron hondamente desmovilizadas como producto de la brutal represión ejercida, los cuerpos de seguridad retornaron a sus cuarteles. Incluso en los últimos años del siglo pasado y principios del actual, habiéndose tornado ya innecesarios los ejércitos para el mantenimiento de la «paz» interior —porque el trabajo de sofocamiento de la protesta estaba ya cumplido, claro— se iniciaron tibios procesos de revisión de las guerras internas, de sus excesos y abusos. Pero que, por supuesto, no pasaron de tibios. Los famosos Juicios de Nüremberg en la derrotada Alemania de postguerra fueron posibles porque los juzgadores ganaron incuestionablemente el conflicto; aquí las cosas no fueron así. ¿Quién ganó las guerras sucias de Latinoamérica? Los militares, buenos alumnos de los manuales estadounidenses, condujeron esas guerras; los verdaderos ganadores siguieron siempre con sus negocios, sin ensuciarse, sin mancharse las manos.
Pasadas las dictaduras militares, con distintas modalidades los países que sufrieron esos monstruosos conflictos armados internos iniciaron alguna suerte de ajuste de cuentas con su historia. Más allá de los resultados de esos procesos, desde el enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos (luego indultados) hasta la total impunidad y el retorno al poder por vía democrática en, por ejemplo, Bolivia o Guatemala, el común denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos contrainsurgentes cargan con todo el peso político y la reprobación social respecto a las guerras sucias transcurridas. De los verdaderos beneficiados se habla poco, o no se habla.
Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias, de más está decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la violación sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras, constituyeron parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los cuerpos militares. Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos revolucionarios de Latinoamérica de décadas pasadas, tenemos inmediatamente la imagen del verde olivo y las botas militares. Y un uniformado no es, precisamente, el primer amigo del ciudadano de a pie. Pero no para otra cosa que no fuera esa represión interna estuvieron preparados los ejércitos de la región. Su ejes fundamentales, bases de las guerras sucias, expresan claramente lo que se consideraba más necesario y efectivo para la «defensa de la patria»: 1) la clandestinidad/ilegalidad, que desdeña e ignora la ley y se oculta en la oscuridad y la impunidad bajo el amparo de los organismos de seguridad del Estado; 2) la construcción de un «enemigo interno», a partir de una moralidad estrecha que señala, denuncia y sanciona en un solo acto al opositor como fuente de todos los males, criminalizándolo y abriendo la posibilidad de su exterminio; y 3) la presión psicológica: que pretende «ganar los corazones y las mentes» de aquellos a quienes está violentando.
La doctrina militar de todos los ejércitos latinoamericanos no se elaboraba —ni se elabora hoy— en Latinoamérica: para eso estaba la Escuela de las Américas en Panamá, por años sede del Comando Sur de las fuerzas estadounidenses impartiendo sus clases. Los cuerpos castrenses del área —una vez más: buenos alumnos— han funcionado lisa y llanamente como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de conflicto no eran las guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo interno. Su estrategia, en definitiva, tenía como objetivo mantener aterrorizadas a las propias poblaciones. Esos soldados, preparados por Washington en su lógica de contención del avance comunista, adiestrados en las más despiadadas metodologías de guerra sucia, y bendecidos por los grupos de poder locales (¡ese es el punto clave!), en las pasadas intervenciones que tuvieron no hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron educados. En otros términos: fueron excelentes estudiantes. En su preparación iba implícita una cuota de desconfianza perpetua en la democracia como forma de gobierno; su perspectiva es hacer de la sociedad civil un gran cuartel. Las dictaduras que barrieron el continente el siglo pasado no fueron sino eso, permitiendo a los grupos de poder (locales y con sede en Estados Unidos) hacer sus negocios sin interferencias. A ellos, en definitiva, no les afecta en nada si la sociedad civil es una base militar o no; al contrario, la militarización les da mayor tranquilidad.
Hoy día, reiteramos, esos buenos alumnos no han desaparecido, y la lección aprendida sigue en pie. Con un escenario distinto al de la Guerra Fría, el paisaje político-social de la región no se ha alterado en lo sustancial: las oligarquías vernáculas siguen haciendo sus negocios —agroexportación en buena medida— y Washington continúa siendo la gran potencia que mueve los hilos (haciendo los negocios más grandes). Las «democracias vigiladas» siguen (relativamente) de moda. Pero cuando ya no sirven para contener los reclamos populares, ahí aparecen nuevamente las fuerzas armadas, reinstalando el orden que se podría romper. Su convivencia con las democracias representativas es siempre precaria, inestable. Están apegadas al poder civil formal… mientras las cosas no se salgan de cauce. Si eso sucede, los buenos alumnos vuelven a actuar. Lo cual muestra que el poder real no está ni en las fuerzas armadas ni en las estructuras democráticas formales. Es decir: el poder duro siguen siendo los de siempre. Y los buenos alumnos cumplen con su tarea de defenderlo.
Si en relación a las guerras sucias de algunos años atrás debemos revisar el pasado y el papel de los represores, ello es importantísimo, sin dudas. Es más, es imprescindible: «los pueblos que olvidan su pasado están condenados a repetirlo», se ha dicho con razón. El futuro se construye mirando el pasado; la basura no puede esconderse debajo de la alfombra porque inexorablemente, siempre, lo que se buscó esconder retorna. Pero revisar el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo a los responsables directos de los crímenes infames que enlutaron las sociedades latinoamericanas las pasadas décadas, no debe ser sólo el castigo a los alumnos que hicieron su tarea. Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como sus mismos comandantes se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde condujeron las guerras internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que lo condenable es la extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas fuerzas. El Estado no puede reprimir a su población, pero lo sucedido demuestra patéticamente de qué Estado hablamos. Es quimérico pensar que este aparato de Estado es de todos; las dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del poder de las clases dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del Estado, de las democracias parlamentarias. Y lo mismo sucedería en la «cuna de la democracia», los Estados Unidos, si la protesta popular se saliera de cauce.
Si se pide juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo. Es decir: podemos pedirle que filosofe a un soldado espartano… pero él no está preparado para eso. Los buenos alumnos repiten la lección que estudiaron.
Las fuerzas armadas latinoamericanas siguen siendo el reaseguro de los poderes reales, de las oligarquías nacionales, de los capitales transnacionales invertidos en estas latitudes. En estos últimos años se les enseñó a respetar (formalmente) a los poderes civiles, es decir: a las administraciones políticas de turno —que, por supuesto, no son el poder real—. Y de buenos alumnos que son, en estas últimas dos décadas no ha habido golpes de Estado dirigidos por militares sublevados. Pero en todos los países de la región (salvo claramente Cuba, donde las cosas sí son distintas), las fuerzas armadas ahí siguen estando, siempre listas para «defender a la patria»; ahora, ya no de los ataques del «comunismo internacional» sino de otros nuevos peligros (así considerados, al menos, en las actuales hipótesis de conflicto: populismos radicales, narcotráfico, terrorismo internacional, movimientos sociales desbocados).
En estos últimos años vimos varios casos donde las fuerzas armadas vuelven a tener un protagonismo político importante, pero siempre con un perfil bajo que no desembocó en abiertos golpes castrenses a la institucionalidad democrática con la instauración final de un presidente militar de facto. De hecho, el papel de los cuerpos militares fue diverso en los distintos casos: fueron parte activa y principal en las crisis políticas en Haití (quitando al presidente Jean-Bertrand Aristide, en 2004) y en Honduras (derrocando al presidente Manuel Zelaya, en 2009), sacándolos físicamente de la escena incluso con la apariencia de crisis palaciegas. Tuvieron papeles más ambiguos en las situaciones de Bolivia en el 2008, o en el golpe contra el presidente venezolano Hugo Chávez en el 2002, o en la reciente asonada en Ecuador cuando la movilización policial contra el presidente Rafael Correa, jugando en estos casos el papel de espectadores/defensores de la legalidad y el apego a las constituciones.
En todo caso, como cuerpos con incidencia política, pueden llegar a ser defensores del orden democrático-parlamentario formal existente sin participar en forma abierta en golpes de Estado (como lo acaban de ser en Ecuador, o como lo fueron en Venezuela en el 2002, donde no se atrevieron a acometer contra los pueblos movilizados), pero hasta ahí llegan. Defensores de las causas populares, definitivamente no. Jamás se los prepara para eso, y de buenos alumnos que son, cumplen bien lo aprendido.
Si por allí encontramos militares que se salen de cauce y toman caminos más nacionalistas y antiimperialistas (con numerosos ejemplos en la historia latinoamericana del siglo xx, como Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Omar Torrijos en Panamá, Juan Velasco Alvarado en Perú, o el actual Hugo Chávez en Venezuela), o abiertamente contestatarios, llegando al caso de algunos que abrazan un camino socialista, llegando en algunos casos a formar movimientos armados marxistas (lo sucedido, por ejemplo, con algunos militares guatemaltecos como Marco Antonio Yon Sosa o Luis Turcios Lima), esos, definitivamente, no son buenos alumnos. Al contrario: saldrían reprobados.
Todo esto, entre otras cosas, nos debe dejar la convicción que mientras las armas sigan apuntando hacia los trabajadores, hacia los pobres y excluidos —como continúa pasando ahora— es muy difícil cuando no imposible cambiar algo de verdad en las estructuras de nuestras sociedades. Los militares, sin dudas, son los mejores alumnos que aprendieron la lección sobre cómo mantener «la casa en orden» (¿Para qué otra cosa están si no en nuestros países?) Si ahora los crueles y sangrientos golpes de Estado de décadas pasadas no están a la orden del día, es porque en la geoestrategia global de Washington eso se reemplazó por los llamados «golpes suaves» (lo de Honduras del año pasado, por ejemplo, o el intento recién sucedido en Ecuador), donde incluso se da el golpe «en defensa de la democracia».
Los cuerpos armados siguen siendo una pieza fundamental en el entramado de poder. A los buenos alumnos los profesores siempre los estiman, y cuando es necesario, les consiguen trabajo.