Jaime Gil de Biedma
La Compañía General de Tabacos de las Filipinas fue la última gran empresa colonial hispánica y la primera multinacional española. Su secretario, entre 1950 y 1990, fue un homosexual alcohólico, sifilítico y fugazmente comunista que, además, fue el mejor poeta de su época. Se llamaba Jaime Gil de Biedma. Sólo escribió 87 poemas en toda su vida y en breve voy a contarles cómo los escribió. Pero no fue por esos poemas que nunca lo echaron de la Compañía, sino porque cada mañana de esos cuarenta años se presentó en la oficina a trabajar impecable como un señorito inglés, aunque viniera de encanallarse toda la noche por los bajos fondos de Manila, Barcelona, Hong Kong, Nueva York o Moscú.
Cuando Jaime Gil de Biedma nació le pusieron el nombre del hermanito mayor, que acababa de morir. Cuando le confesó a su profesor preferido en la secundaria que estaba enamorado de un muchacho de su curso, el profesor le recomendó escribir versos para purgarse (“Empieza por los sonetos, que son los más jodidos”). Cuando intentó ingresar en una célula comunista clandestina de Barcelona, fundamentó así su ideología: “Nuestra obligación contra el régimen y contra esta España opresiva y gris es la felicidad”. Logró sortear el suicidio, a los treinta años, escribiendo un poema titulado “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”, donde habla póstumamente de sí mismo (“De los dos eras tú quien mejor escribía. / Aunque acaso fui yo quien te enseñó / a vengarte de mis sueños / por cobardía, corrompiéndolos”) y después dejó de escribir, aunque vivió otros treinta años, fiel hasta el final a su personaje: lo único que le importaba, cuando estaba agonizando de sida en 1990, era no morirse antes que su madre, para que ella no se enterara por los diarios de que su hijo era homosexual. La anciana dama de noventa años era la única que no lo sabía en toda Barcelona.
Era, también, la única que no se sabía de memoria alguno de sus poemas, porque ése fue el raro privilegio que tuvo Gil de Biedma, cuando ya no escribía más: ver cómo sus versos se colaban en el habla cotidiana de su tiempo. El lo tomaba como una consecuencia natural, decía que todo lo que suena bien se fija en algún lugar de nuestra memoria, que la poesía es esencialmente oído, aunque parezca asunto de emoción o inteligencia. “El poema es un organismo acústico. Hay que leerlo de corrido, no deteniéndose línea por línea. Y, en lo posible, en voz alta. Hasta que se inventó la imprenta, la sensibilidad literaria era auditiva: uno entendía mejor si leía en voz alta que si leía en silencio. Y en poesía sigue siendo así. Cuando lees un poema, lo que importa no es entenderlo; lo que importa es que te guste. Si te gusta, ya entenderás cada cosa que haya que comprender en él. En un buen poema no se puede distinguir entre emoción e inteligencia”.
Su manera de escribir era fiel a esta convicción: componía sus versos mentalmente; cuando creía haber redondeado una estrofa se sentaba a escribirla de un tirón; después tiraba el papel y durante días iba recomponiendo la estrofa en su cabeza, “contando con que el olvido me ayude a eliminar lo que sobra”, hasta que se sentaba a escribir lo que conservaba su memoria. Y así estrofa por estrofa, todas las veces que fuesen necesarias. Ese proceso mental de pulido del poema tenía lugar mientras él se dedicaba a “las tareas mundanas normales” como afeitarse, manejar el auto, trabajar, pasar por el supermercado a reponer la provisión de vodka o ir y venir en avión a las Filipinas (cuarenta y siete horas, en los buenos tiempos: Barcelona-Roma-Tel Aviv-Teherán-Calcuta-Karachi-Saigón-Bangkok-Manila). Gil de Biedma sostuvo siempre que la poesía es una actividad eminentemente gratuita (“Nadie te lo paga, nadie te lo pide, nadie te lo cobra. Tu única obligación es evitar que el lector te haga la terrible pregunta: ¿Para qué coño has escrito esto?”), que el poeta no tiene más sensibilidad que el resto de los mortales, sólo aprende a tenerla disponible, y que escribir y leer un poema son dos actividades que nada tienen que ver una con otra (“Poesía es lo que el lector experimenta leyendo el poema, no lo que le ocurre al poeta mientras escribe. Todo lo que hay en la lectura de un poema no existe al escribirlo”).
Todas estas cosas las dijo en conversaciones, cuando ya no escribía y no sabía en dónde acomodar su mente brillante, y por suerte alguien tuvo la idea de reunir todas esas conversaciones en libro, un libro no muy grueso, que por esas casualidades de la vida tiene la misma cantidad de páginas que su obra poética completa, como si fuera su reflejo, su hermano gemelo. Cuando le preguntan, en ese libro, por qué no escribe más (y se lo preguntaron infinidad de veces en sus últimos veinte años de vida), contesta que la poesía lo había salvado del suicidio, pero no sirvió para salvarlo de la temida mediana edad, de la madurez. “Cuando uno es joven y empieza a escribir poesía, se pone cachondo con las palabras y está convencido de que lo que le está pasando no le pasa a nadie más en el mundo. Lo que sucede en realidad es que de joven te interesa lo que te parece único en ti, lo que te diferencia. En cambio, con el tiempo cada vez te vas interesando más en lo que tienes de genérico, en lo que tienes de común con los demás. Con el tiempo descubres que lo que te ha pasado a ti es lo que le ha pasado a todo el mundo. Y te preguntas: ¿por qué escribir? Si lo normal es leer”.
En ese libro dice que, si hubiera venido al mundo con los mismos defectos pero con menos cualidades, habría funcionado mucho mejor. En ese libro cuenta que el hombre al que más amó lo dejó por una mujer y que la única mujer que pudo amar lo dejó por un hombre. En ese libro dice que le gustaría ser recordado como el último poeta que montó regularmente a caballo y cuenta que cuando, ya cuarentón, le confesó a su padre que era homosexual, éste contestó: “Me haces desgraciado”. ¿Por ser maricón?, preguntó el hijo. “No, porque yo he dicho siempre la verdad y desde ahora estaré obligado a mentir por ti”, contestó el padre, y eso hizo, durante los veinte años siguientes, cada vez que su esposa se preguntaba en voz alta cuándo sentaría cabeza su Jaimito y se casara de una vez.
El niño Jaime logró sobrevivir unos días a la muerte de su madre y así ahorrarle un último disgusto. Aunque yo creo que a la anciana dama le habría gustado ver ese contingente de monjitas filipinas que se presentó espontáneamente al entierro de su hijo. Todo secretario de la Compañía de Tabacos era, a la vez, cónsul honorario de ese país en Barcelona; las monjitas cumplían un mero papel protocolar en el cementerio y se retiraron en silencio luego de que se leyera un poema del difunto que fue la única oración fúnebre de la ceremonia y su perfecto epitafio: “En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras, / en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. / Y no leer, / no sufrir, no escribir, / no pagar cuentas, / vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”.