UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA – IZTAPALAPA
Las peleas de tigres son sólo uno de los elementos que, a pesar de contar con un sentido y características propios, componen el Ritual de la lluvia de algunos pueblos nahuas de La Montaña, la más pobre del las siete regiones en que se divide el estado de Guerrero. Se trata de un ritual propiciatorio, es decir, que su función es hacer factible, por medio de ceremonias, ofrendas, danzas y peleas -como manifestación del sacrificio, agradecimiento y humildad de la comunidad-, la llegada de las lluvias para el nuevo ciclo agrícola. Es el momento más importante de interacción de los distintos ámbitos comunitarios: lo social, lo económico, lo religioso, lo normativo y lo simbólico. Esta petición comunitaria de lluvias o Atzatzaliztli se constituye como un valor del pasado vuelto tanto tradición como elemento funcional y de permanencia de la comunidad. Según la antropóloga Rosalba Díaz Vázquez, este suceso anual se ha tratado de manera reiterada por sociólogos, antropólogos e historiadores, pero sin considerar una determinación imprescindible para su problematización, investigación y explicación: el fenómeno migratorio (Díaz, 2003). Éste no conforma una variable anexa que complemente el estudio del caso sino que sin él ya no es posible, por lo menos desde hace más de cuarenta años, entender el sentido actual del Ritual de la lluvia y su conflictiva inmersión en un mundo globalizado. Además, de mi parte, se intentará una breve propuesta que concibe estos rituales comunitarios como una forma de resistencia anticapitalista, aunque no se desarrolle necesariamente de manera reflexiva e intencional bajo un criterio que una lo simbólico-religioso a lo socio-económico. Una de las conclusiones básicas de tal unidad será la de considerar los ritos no ya sólo como una práctica colectiva de a) distinción -ante los otros no pertenecientes a la comunidad- e identificación –intracomunitaria- sino b) de protección de los recursos naturales que proveen bienes, sea de autoconsumo o como insumos de producción de bienes intercambiables. -1- El Ritual de la lluvia se remonta por lo menos a alguna época anterior a la llegada de los europeos a tierras mesoamericanas, pero su registro lo vincula directamente a la existencia de las comunidades nahuas acateca y zitlalteca, habitantes de Acatlán y Zitlala, respectivamente, poblados fundados por misioneros católicos alrededor de la segunda mitad del siglo XVI. Aunque no se cuenta con documentos detallados acerca de la evolución histórica de esta práctica, es probable que no haya experimentado una transformación tan radical sino hasta la segunda mitad del siglo XX. El fenómeno migratorio de fines de las años sesenta, esto es, el éxodo del campo a los centros urbanos, provocó una redefinición del ritual con el fin de evitar su decadencia y, con ello, la desaparición de los vínculos comunitarios necesarios para la preservación de la comunidad misma. De los sistemas cerrados frente al español, en un inicio, y al mestizo, en la época contemporánea, se pasó a la implementación de nuevas formas organizativas mucho más flexibles, pues ahora la comunidad cuenta con una tensión conflictiva entre sus sectores local y migrante. Dicha flexibilidad ha hecho trascender una cultura de más de quinientos años de resistencia en un contexto de cambios nacionales e internacionales. Los fuertes lazos comunitarios de los pobladores de Acatlán y Zitlala han determinado su fenómeno migratorio de una manera específica: los migrantes han conformado “redes de paisanaje” (Díaz, 2003: 21-23). No se trata, pues, de “individuos” aislados por la migración, sino de “sujetos” migrantes que no pierden el vínculo, fuera de su comunidad, con su comunidad. Sin embargo, la adquisición de nuevos valores de carácter urbano, por haber generado conflictos identitarios en el regreso temporal o permanente del migrante a su población, hizo factible la apertura de estructuras normativas anteriormente cerradas e inmutables. Las formas expresivas del ritual religioso se han vuelto múltiples. Es en el Ritual de la lluvia, “fiesta religiosa en tiempo extraordinario [celebrada] cíclicamente mediante la participación masiva…” (Díaz, 2003: 24), donde se hace manifiesta esta multi-expresividad de los fines, del contenido y de las formas en que ellos se expresan. Lo simbólico, asociado a ciertos referentes que impactan la intersubjetividad emocional comunitaria, lo religioso y lo místico, por más que se les piense disociados de lo concreto material de la vida en comunidad, tienen implicaciones reales, principalmente la preservación de la herencia cultural, por un lado, y por el otro, la protección de la tierra y los recursos naturales en general. No obstante, este ritual propiciatorio, al igual que toda manifestación ritual pública, no sólo hace propicia la comunión en el tiempo extraordinario, al mismo tiempo hace evidente la fragmentación estructural que vive la comunidad el resto del año: lo económico se manifiesta en lo social y lo social en lo ceremonial. Se trata así de una exacerbación de las diferencias intracomunitarias sólo unidas bajo la fiesta ceremonial en una especie de “expresión simbólica de la unidad comunal en lo real y en lo ideal” (Díaz, 2003: 25). En la petición de lluvias encontramos, pues, en un solo conjunto, pluralidad de perspectivas, heterogeneidad de interpretaciones y transformación de las formas y sentidos de la tradición. -2- Para adentrarnos en lo específico de las Peleas de tigres en el Ritual de la lluvia es necesario, después de haber dado brevemente algunas categorías explicativas mínimas, contextualizar geográfica, histórica y económicamente a las comunidades que realizan esta práctica. Los nahuas de Guerrero habitan principalmente la región de la Montaña, colindante con los estados de Oaxaca y Puebla. Sus tres actividades más importantes son la agricultura de autosubsistencia, columna vertebral de la manutención comunitaria (contando con dos terceras partes de tierra de temporal, por una de riego), la producción artesanal y el trabajo asalariado. Hasta el año de 1999 el pueblo de Acatlán contaba con el mismo número pobladores locales y de emigrados (aprox. 3000 por cada sector). Debido a que, después de un largo proceso de lucha, el Estado mexicano titula en 1956 la tenencia de la tierra bajo el régimen de propiedad comunal, los lazos comunitarios, ya de por sí sólidos, sufrieron un proceso de afianzamiento reforzado por la interacción cotidiana del trabajo común de la tierra. Sin embargo, por ser el producto del trabajo de la tierra un bien de autoconsumo, es decir, por no constituir una mercancía, y ser, además, socializado colectivamente, el poder político y económico ejercido por la población mestiza (comerciantes y terratenientes, principalmente) de la cabecera municipal Chilapa de Álvarez inició un proceso de invasión y robo de tierras de la comunidad acateca. El proceso natural del desarrollo capitalista tiende a una necesaria mercantilización del trabajo campesino y de su producto; es decir, que todo trabajo no asalariado y todo producto no mercantilizado obstaculizan el carácter autoexpansivo del capital. Para comerciantes y terratenientes el campesino indígena debía convertirse en un trabajador asalariado, su tierra, en un bien privado, y sus frutos, en mercancías intercambiables bajo costos determinados por el tiempo socialmente necesario para producirlas, e incluso por la muy arraigada práctica especulativa. Estos tres imperativos son manifiestamente contrarios al sentido de vida del indígena y la relación de éste con la tierra. Así, es en este contexto -que se ha prolongado durante más de treinta años- donde surge el vínculo ya no sólo identitario sino político entre la población local de Acatlán y su sector migrante. Las luchas frente a los poderes estatales o municipales comenzaron a llevarse al nivel federal por medio de la población migrante residente en la Ciudad de México. Aún cuando fueran derrotadas, esas resistencias daban cada vez más cohesión interna a la comunidad acateca (local y migrante). Pero tal reforzamiento frente a un enemigo externo se veía contrastado por un debilitamiento de las relaciones intracomunitarias debido a factores como: abandono del trabajo agrario (diversificación de las actividades laborales); un bilingüismo que, al generar mayor movilidad social, incentivaba la migración; nuevas pautas de consumo por influencia del exterior; y pérdida de patrones tradicionales (Díaz, 2003: 56). Dados estos factores internos, la comunidad se repliega sobre sí misma teniendo mayor control sobre las actividades cotidianas, otorgando el arrendamiento de la tierra exclusivamente a los pobladores acatecos, o estableciendo la obligatoriedad a cada campesino de dar a la comunidad dos jornadas de trabajo cada mes. Ahora podemos entender con mayor amplitud el momento del Ritual nahua de la lluvia, su función y flexibilidad para acoger al Acateco migrante y así reforzar los vínculos de la comunidad local y la urbana. Todo ello con miras de la defensa de la identidad tradicional de la comunidad y su forma de relación con en mundo natural a través del mundo de lo divino, así como la defensa de los recursos naturales y la forma de vida frente a los enemigos externos. Se trata, pues, tanto de una reivindicación étnico-cultural como de una resistencia de clase. -3- El Ritual de la lluvia se lleva a cabo en abril y mayo de cada año. Los pueblos nahuas, como una estrategia de resistencia cultural en tiempos de la Conquista, justificaron el día tradicional de inicio ceremonial con el culto respectivo del santoral católico. Originalmente, la fiesta religiosa ha tenido el propósito de asegurar las lluvias y la fertilidad de la tierra. Inicia, en lo particular, con una ofrenda en las milpas, y en lo colectivo, con ofrendas y cantos en los lugares asociados a las “deidades acuáticas” (Díaz, 2003: 76): ojos de agua, fuentes, cerros. Sobre éstos últimos, principalmente el Zitlaltépetl y el Hueyetépetl, se hallan colocadas cruces que representan lo divino en una doble función: la custodia de la comunidad y el contacto permanente con el cielo, asidero de las nubes, refugio del agua. Las cruces pueden cristalizar el culto a la Santa Cruz, a la Virgen, a los santos, a o Dios Madre. Al estar en la cima del cerro, la Cruz “vive” a la intemperie, sufre al sol, a la llovizna, a los temblores, al granizo (Portilla, 1987); por eso, por el acto de sufrimiento, asociado al sufrimiento de Cristo, se le rinde culto a la vez que se le hacen plegarias. En este ritual se preserva una relativa autonomía respecto del catolicismo, pues en lo espacial se acude a ligares míticos indígenas (cerros, cuevas, pozos, ríos); en lo organizativo no se halla la dirección de sacerdotes católicos sino de la misma comunidad y su jerarquía; y, finalmente, en lo simbólico, tanto forma como contenido son predominantemente indígenas (elementos rituales prehispánicos, sacrificio de animales, ofrendas, enfrentamiento entre guerreros, danza y música) (Díaz, 2003: 67). Las peleas de tigres son uno de los elementos que componen el Ritual de la lluvia. Se pelea como un ejercicio de catarsis, como una expresión de violencia sólo restringida al tiempo de la fiesta religiosa; su objetivo primario es propiciar la lluvia por medio del sacrificio (elemento cristiano) y del rugido de los contendientes (elemento natural prehispánico), el cual imita e invoca al trueno, manifestación de tormenta y abundancia de lluvia. El ritual constituye un ejercicio cíclico no sólo en el sentido de cada ciclo agrícola sino porque se pide para, de una parte de lo obtenido, devolver en ofrenda a quien se le ha pedido. Además, hay en esta práctica nahua un vínculo directo -literalmente- entre lo ritual-simbólico y lo biológico: se considera que a mayor sacrificio de los peleadores, mayor abundancia de lluvia y, por tanto, de frutos para la subsistencia alimenticia, pero también de flores, otorgadas por el guerrero tigre a la mujer, que, al aceptarlas, con él se compromete, asegurando la reproducción por medio de su fertilidad. En el mismo sentido, la máscara del tigre posee un componente simbólico y no únicamente representativo: simboliza la madurez del contendiente, el espíritu guerrero de la región nahua y el vínculo con la tradición, la comunidad y la familia, pues año con año, mediante el traslado generacional, la máscara adquiere mayor importancia. Las peleas de los hombres tigre se realizan sin odio personal, sólo por voluntad y para propiciar la lluvia. Es entonces un ritual ético de preservación de la vida, mas no una expresión de violencia irracional. Resta decir que el Ritual de la lluvia tendría, finalmente, dos motivos fundamentales: la autogestión de los pueblos nahuas sobre sus recursos naturales, por un lado, y por otro, la autodeterminación sobre la manera de vivir y dar sentido a su vida como pueblos originarios.
Bibliografía
Díaz Vázquez, Rosalba, El ritual de la lluvia en la tierra de los hombres tigre, México, CONACULTA, 2003. - Portilla, Alfredo, Peleas de tigres, video documental en CD, INI, 1987.